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La caída en el tiempo | Crítica

La herida del tiempo

  • Tres décadas después de su publicación en español, Tusquets recupera 'La caída en el tiempo' de Emil Cioran, requisitoria escéptica de la modernidad, hoy de plena vigencia, en la traducción de Carlos Manzano

Imagen del pensador rumano, afincado en París, Emil Cioran (Rasinari, 1911-París, 1995)

Imagen del pensador rumano, afincado en París, Emil Cioran (Rasinari, 1911-París, 1995)

Treinta años después de su publicación en español, esta obra de Cioran parece haber adquirido su sentido último; vale decir, una nueva vigencia o una viva actualidad, que quizá no se hallara en las previsiones del pensador rumano, a quien cabría definir, sin renunciar a la exactitud, como “anti-ilustrado”. La anti-Ilustración de Cioran, sin embargo, no es aquella que formularía Foucault, quien se detiene en el poder y sus vías de perpetuación, y donde el sentido histórico y el problema de la verdad quedan manifiestamente postergados. En Cioran, el problema filosófico es el problema del conocimiento, a la manera en que lo planteará el Romanticismo a partir de Rousseau: esto es, el conocimiento, el saber, la árida requisitoria de la ciencia, como una forma de Caída -como un triunfo de la falsedad-, en tanto que distanciamiento del verdadero ser del mundo y del hombre.

Cioran formula aquí su desconfianza en los logros de la especie y un fuerte anhelo de pureza edénica

Baudelaire, mediado el XIX, plantearía dicha cuestión como la herida irrestañable del poeta: o vivir la vida plena de la bestia o saber con la melancolía y la distancia del hombre civilizado. Esa es la doble caída que distingue Rousseau en su Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), y la que repetirá Cioran en 1964, cuando se publiquen estas páginas, en las que se recogen, como se advertía al principio, dos de los vectores principales sobre los que se sustenta la sociedad actual: la desconfianza en los logros de la especie, y un fuerte anhelo de pureza edénica. Quiere decirse, pues, que el actual estado de sospecha que pesa sobre la tecnología y la industria humanas es heredero, Cioran mediante, de aquel recelo que Rousseau identifica con lo artificioso y con lo falso, como realidades opuestas a lo puro y natural del estado primigenio, paradisíaco, del ser humano. Este el origen de aquella intensa melancolía que abrumará al XIX, y que no es sino manifestación de un grado particular, y manifiestamente alto de desarrollo técnico, no exento, ni mucho menos, de consecuencias adversas.

En cualquier caso, la caída en el tiempo, la inmersión y el comienzo de la Historia a que da lugar la expulsión paradisíaca (recordemos la dramática figuración de aquel episodio por Masaccio en su Adán y Eva), trae a Cioran otra nostalgia más radical aún, asociada a la “impostura” del saber: la nostalgia de “ser” plena e intemporalmente, frente al “estar” caedizo, voluble, perentorio y frágil, en el que se halla el hombre desde entonces. Este ser, en cierto modo mineral (vegetal lo llama Cioran), es el mismo que Schopenhauer ha postulado en sus Notas sobre Oriente, un Oriente que fue representación lejana y misteriosa de la pureza en el Ochocientos... Esta monumentalidad del hombre, repito, arcana e inmutable, es la misma que encontramos en Jung y la misma Cioran reclamará como existencia neta, ajena al curso de la historia, acudiendo a dos escuelas de pensamiento (a dos fórmulas vitales, en puridad), como son el escepticismo epicúreo y el budismo, si bien es cierto que la mirada cautelosa de Epicuro, y en mayor modo el escepticismo radical de Pirrón, a quien Cioran cita, no se contradicen, sino al revés, con la fundamentación moderna del orbe científico: la observación, el conocimiento sensorial y la duda.

Para Cioran, pues, el hombre, el hombre caído e individual, es hijo de la vanagloria y el dolor, no de aquella plenitud primera que solo indirectamente intuye. En tal sentido, el hombre es un ser arrojado a la Historia y su trepidación, en tanto que brillante constructor de una idea de Progreso que cauteriza y prolonga su desasosiego. La única forma de ser “verdaderamente” se dará, entonces, en aquella inactividad radical que nos devuelva a un estado de contemplación en el que animales y hombres fueran partes indiscernibles de un gran todo. Lo cual, como parece fácil de comprender, incluso en su sólido anclaje romántico, adquiere hoy una nueva significación, dada la doble repulsa de la Caída (contra el saber y el artificio), que nos inclina, en un clima crepúscular, hacia una idea pureza y una cierta aspiración artesanal, que estaba en Morris y hoy espejea en Sennett. Es, pues, el conocimiento como contrario a la autenticidad del hombre, postulado ya en Rousseau, lo que Cioran lleva aquí a sus consecuencias extremas, obrando secretamente sobre la marcha del siglo XXI.

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