Levantar la mano
Reflexiones sobre psicología
Las agresiones son consecuencia de la indiferencia ante una serie de valores
El Fiscal General del Estado alerta sobre el progresivo incremento de adolescentes que pegan a sus padres.
El año pasado 4.200 padres denunciaron a sus hijos menores de edad ante los tribunales. Parecen pocos, ya que hay en España más de tres millones de chicos y chicas entre 12 y 18 años.
En cualquier caso, los 4.200 suponen un 56% más que en el año anterior. Demasiados. Más aún si consideramos que son muchas las agresiones que los padres no llegan a denunciar por vergüenza, por pudor o por temor. Se guardan para sí la humillación antes que judicializar el horror que viven dentro de sus propios hogares y en el seno de sus mismas familias.
Lo sufren en silencio, como buena parte de las víctimas de la violencia de género. También como la violencia de género, ésta, de hijos e hijas contra padres y madres, se ha revelado habitual: se producen casos en todas las clases sociales, de modo que no se trata de un fenómeno que tenga que ver con los niveles sociales o económicos. No se puede atribuir, en exclusividad, a la desestructuración familiar.
Dejando aparte los episodios ocasionales, este tipo de agresiones proceden obviamente de muchachos malcriados. Malcriados por los padres, por la escuela o por la sociedad, se convierten en muestra de un gran fracaso colectivo.
Probablemente los padres, que ahora sufren el maltrato, se arrepienten de no haber sabido decir no a sus hijos cuando eran niños.
Algunos especialistas afirman que a los pequeños hay que empezar a prohibirles cosas a partir de los ocho meses. El exceso de permisividad durante los primeros y decisivos años del menor, vulnerando el delicado sistema de recompensas y castigos indispensable en una adecuada educación, deriva irremediablemente en situaciones caóticas que, con el paso de los años, se vuelven irreversibles.
Cuando padres y madres vienen a darse cuenta de lo equivocados que han estado, es demasiado tarde: los niños ya no son tan niños. Por no actuar a tiempo son ellos, los padres, los que ahora reciben los castigos, y los reciben de las personas que más quieren, sus propios hijos. Todo padre debe esperar que su hijo, al crecer, se distancie y reniegue de él para afianzar su propia personalidad, pero éste es un problema puramente evolutivo que el tiempo resuelve en la mayoría de los casos. En cambio, nadie está preparado para que su hijo adolescente le torture psicológicamente o le levante la mano de manera cotidiana.
Escuela y sociedad, cada cual a su modo, colaboran en la consolidación de la malcrianza juvenil. La una por impotencia o falta de recursos y la otra por la indiferencia en el estímulo de valores como el respeto, la autoridad, la responsabilidad, el afecto, el compromiso o la igualdad entre otros muchos.
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