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TRIBUNA LIBRE

Mauricio Gil Cano

Carlos Aladro, príncipe y maestro

CARLOS Aladro falleció en Arcos de la Frontera, el 2 de septiembre último. Nació en Jerez en 1934. Fue director y realizador teatral, investigador, escritor, actor, pedagogo… ¡Cuántas copas tomamos juntos mientras su imaginación no paraba de escenificar imposibles, brillantes arquitecturas ideográficas donde sepultar los miedos cotidianos! Amenísimo señor con reloj de bolsillo y la ternura asomándose a sus lentes, llegó a adoptar un lenguaje en clave para los proyectos que entregaba a una administración que no sabía traducirlos. Proyectos geniales de teatro en televisión, hechos por y para los niños, con personajes extraídos de la tradición popular o del imaginario borgesiano. Con ellos pretendía integrar diversas artes -de la poesía a la arquitectura, pasando por la pintura, la cerámica o la música- en la magia del teatro de títeres. En 1976 había aparecido su libro La Tía Norica de Cádiz en la Biblioteca de visionarios, heterodoxos y marginados de la Editora Nacional. Con esta investigación logró recuperar un importantísimo patrimonio cultural al que hasta entonces no se había prestado atención y que hubiera desaparecido. Ese mismo año aparecía también El ratón del alba, antología de su trabajo pionero de teatro experimental con niños, por el que recibió el Premio Nacional de Teatro en 1970 y que sería llevado a televisión y marcaría un hito. Cuando regresó a Andalucía, para hacerse cargo de su plaza de profesor de Educación Especial, Carlos Luis Aladro Durán lo hacía con un equipaje profesional e intelectual envidiable. Mi hermano Rafael me lo presentó en 1987, al poco de terminar yo mi licenciatura en Geografía e Historia. Rápidamente sintonizamos y me hizo miembro del equipo de guionistas -junto a José Luis Tejada y Miguel Almengló- de su proyecto televisivo Kikirigay de un gallo azul, del que Televisión Española llegó a adquirir el programa piloto. Pero el cese de Pilar Miró como directora del ente frustraría su realización. No obstante, Carlos no desfallecía. Seguiría fraguando proyectos e implicando en ellos a escritores, actores, pintores, artesanos, arquitectos, músicos, profesores, niños, títeres, etc.

En 1988 emprendí, junto a Fernando Aroca, la preciosa aventura periodística del suplemento Azul, cuaderno de cultura del recién estrenado El Periódico del Guadalete. Carlos me alentaba desde que el asunto estaba en gestación. El número 2 de Azul lleva en sus páginas centrales un extenso artículo de Aladro sobre la España negra de La Zaranda, teatro inestable de Andalucía la Baja -como se autodenominaba- que hoy goza de amplio reconocimiento internacional. Carlos supo ver desde sus inicios la valía de ese grupo independiente y adentrarse en los misterios de su dramaturgia. Pero… ¿Qué importa eso ahora? Sobre todo, era un gran hombre, de una desbordante honestidad intelectual y una absoluta integridad y coherencia hasta su final, en Arcos de la Frontera, donde se había retirado a esperar el paso de la Estigia. Nunca podré olvidarle. Él fue mi maestro en "la mejor escuela, la del fracaso", como gustaba ironizar. De la importancia de su aportación a la cultura creo que en Jerez aún no somos muy conscientes. Pero el filósofo Fernando Savater, en un reciente artículo de El País, asegura haberse dado cuenta, cuando le dio un vuelco el corazón, de que "yo también soy hijo de Carlos Aladro: de su ánimo rebelde de perpetuo disidente, de su pasión por la función educativa del arte, de su fervor por la infancia".

Decía un apuesto bodeguero jerezano que, en Jerez, el que no se va se pudre. En efecto, "la ciudad de los Domecq, los caballos y los campanarios", como le gustaba a Aladro llamarla, le vería transitar por sus tabancos y agitar efusivo la endemoniada antorcha de la creatividad. Para Carlos todo era teatro, un gigantesco escenario donde el absurdo repartía el papel de cada cual en el mundo. Al cómico le tocó el juego fogoso de la heterodoxia. Huyó de Jerez, no sé si a tiempo, para trasladarse a Medina Sidonia. Acabo de regresar de allí, donde, en un bar de su plaza principal, -¿por casualidad?- estaban hablando de él con muchísimo respeto. Aunque residía últimamente a orillas del lago de Arcos, de vez en cuando se escapaba de aquella residencia y tomaba unos vinos en el pueblo al que -me dicen- donó su interesantísima biblioteca. Sabio iconoclasta, por donde pasaba dejaba una estela de admiración y cariño. Se nos ha ido definitivamente un grande de España -¿qué digo?, del país de nadie-. A veces, parecía un genio burlón y travieso, pero era siempre un príncipe -no porque un antepasado suyo lo fuera de Albania, sino por ser el primero entre los mejores- que aprendió muchas cosas, en los libros o fuera de ellos, y las enseñaba a quienes querían escucharle. Que San Borondón y los ángeles de Swedenborg le guíen por la celestial morada.

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