Programación Guía de la Feria de Jerez 2024

La llegada del verano llega con buen tiempo y con la gente quejándose del calor. Lo raro es que estuviera nevando. En diciembre nos quejamos del frío. Si llueve, lo de los paraguas no nos gusta. Con lo de la sequía nunca llueve a gusto de todos y hasta se imploran quejas y rogativas a los santos para pedir intermediaciones santorales con las nubes para que cumplan su función. Por aquello del cambio climático cada vez hay más extremos y quejarse del tiempo es el mejor justificante para desencadenar opiniones de todo tipo. Pero, por otro lado, lo del cambio no va con nosotros.

En la tierra del quejío por antonomasia, hay otros que son para reir. Nos quejamos por todo. De vicio. El verbo quejarse lo conjugamos como nadie. Y, porque el día solo tiene veinticuatro y las criaturitas tienen que descansar por la noche, porque si no fuese así sería un auténtico maratón de quejas y reclamaciones de semanas y meses. Por aquello de estar quejándose por todo, desde muy temprano asistimos impávidos a discusiones bizantinas sobre las maneras de comportarse de los críos, los abueletes o los vecinos del ascensor. Sobre las formas de atender en una cafetería, los aparcados en doble fila, los atascos de los semáforos, el malhumor de algún viandante o la falta de empatía de algún tutor, de algún médico o del administrativo de la ventanilla que cierra a las once de la mañana. La catarsis colectiva en que se está convirtiendo la vida en sociedad no deja de ser una experiencia extrasensorial dirigida por los especialistas en quejas en la que la mayoría de las personas andan a la defensiva por aquello de prevenir antes que curar.

No en vano, aunque todos seamos buenos y tengamos buen corazón, ya sea por el mimetismo o por las enormes ganas de sobrevivir, fácilmente nos subimos al carro de la queja. Y los que no se suban seríamos especie en extinción. Con lo de energía que ahorraríamos.

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