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En las tierras de la fértil Andalucía, la Semana Santa se despliega como una flor delicada, brotando cada año con la promesa de un tiempo de reflexión y de renovación. En el mismo ‘corazón’ de este tiempo, las familias y hermandades tejen conjuntamente con la urdimbre de la fe y la trama de las tradiciones este maravilloso tiempo, preservando la esencia de una herencia que se transmite de generación en generación, como un susurro divino que atraviesa el alma de la comunidad que, en sus ritos repetidos, se reconoce y alimenta.

Las familias, en este sagrado período, se convierten en faros de luz, guiando a sus miembros a través de las aguas de la espiritualidad y la devoción. En el seno familiar, los relatos de la Pasión y todo lo que se percibe a su alrededor se viven y narran con un fervor que va renovando la fe, donde los más jóvenes aprenden de sus mayores a valorar las costumbres que en el fondo irán definiendo su identidad personal y colectiva. Es aquí -en lo que yo considero un sagrado intercambio- donde la fe florece, alimentada por el amor y el compromiso de transmitir un legado de siglos que permanece imperecedero.

En paralelo, al menos en esta bendita tierra de la baja Andalucía, las hermandades se erigen como pilares de la sociedad civil, articulando la vida comunitaria con el sustento y la fuerza de un juramento tácito que une a sus miembros más allá de la sangre. Allí se forjan amistades que desafían el paso del tiempo, naciendo de la compartida devoción y del trabajo mancomunado hacia un fin superior. Estos lazos, forjados en el crisol de la fe, constituyen un testimonio vivo de cómo la espiritualidad puede edificar comunidades resilientes y cohesionadas.

Pero como es evidente, en este jardín de devoción algunas malezas buscan crecer a la sombra de la sagrada y delicada flor. Por desgracia, muchas más veces de las que quisiéramos, emergen en el microcosmos de nuestras Hermandades aquéllos que, desviados por ambiciones mundanas, ven en las hermandades un medio para fines egoístas. Usan y abusan de la confianza y la fe puestas en estas instituciones para procurarse beneficios personales, como un puesto de trabajo, unas relaciones sociales a las que jamás individualmente accederían o un reconocimiento social inmerecido por su manifiesta falta de capacidades. Esta actitud no solo mancilla la pureza de nuestra flor delicada, sino que también amenaza con erosionar los cimientos del respeto y de la fraternidad que vertebran y sostienen a nuestras hermandades.

La Semana Santa, en su esencia, nos invita a reflexionar sobre la autenticidad de nuestra devoción y el verdadero significado de la palabra ‘comunidad’. Es un tiempo para celebrar la fe y las tradiciones que nos unen, reconociendo al mismo tiempo la responsabilidad personal que cada uno tiene de preservar la integridad de estas prácticas sagradas. En la delicadeza de esta flor y en la autenticidad en nuestras hermandades, se refleja la grandeza de lo que podemos ser cuando la fe, la esperanza y el amor guían y presiden nuestros actos.

Así, en este tiempo de reflexión y renovación, reconozcamos el valor incalculable de las familias y hermandades en la transmisión de la fe y las costumbres. Trabajemos juntos para que nuestra delicada flor de la Semana Santa florezca siempre en un jardín de auténtica devoción, libre de las sombras de la ‘tríada oscura de la personalidad’ que siempre la acechan. Que este sea un tiempo para fortalecer los lazos que nos unen, forjando un futuro en el que la fe y la comunidad brillen con la luz de la verdad y la sinceridad.

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