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LOS puestos de castañas nos traen el otoño. Me gustan sus señales de humo, la olla llena de boquetes sobre el anafe, el crepitar del tueste y su inconfundible olor, la tela de saco mugrienta bajo la que se esconde, como un tesoro robado, la mercancía y hasta las manos regrenidas que las sirven en cucuruchos de papel de periódico o estraza. Qué mejor destino tendría este artículo que envolver las castañas calentitas para un niño. En mi infancia yo pedía castañas pero, en verdad, quería ser la dueña del puesto con su chimenea humeante, que me permitiera bailar la olla en el aire, tiznarme por oficio y vocación.

He leído que las castañas simbolizan el alma de los difuntos y cada una que se come, tras estallar en el fuego, es un alma que se libera del purgatorio. De ahí quizás, la tradición de comerlas el día de todos los santos junto a nueces y almendras. Claro que si las castañas son almas, a una le preocupa que la suya sea dura de pelar, o que se agusane, o peor aun que se vuelva pilonga. También me aterra perder la naturalidad y que me conviertan en marrón glasé, dulce de confitería antigua. No, no, yo quiero que mi alma, cuando me vaya, sea una castaña rugosa, crujiente y tierna al mismo tiempo, que me tuesten con sal y que sea salvada por las manos de un niño caprichoso en una tarde fría de noviembre.

El puesto de castañas de la Alameda Cristina, parece unos de esos almanaques gigantes que antes colgaban en los obradores de pan, ilustrado con algún santo protector. Apenas pasa la época de las castañas, retiran sus dueños el carrillo y lo retornan con zambombas, panderetas, matasuegras y demás instrumentos para la música escandalosa y triste de la Navidad. Poco después, vuelven a aparecer con caretas, disfraces, y otros géneros de carnaval. En ese carrillo humilde que aparece y desaparece y en el que apenas nos fijamos, la vida se vende por muy poco dinero.

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