Andalucía

El líder que cambió al PP andaluz

  • Arenas tomó el PP que le dejó Gabino Puche; lo transformó y después de una carrera larga y persistente logró tres victorias consecutivas, que no le valieron para alcanzar la Junta

Javier Arenas afrontó el pasado 25 de marzo su cuarto intento de ganar la Junta para el PP en un ejercicio de persistencia insólita en un político que ya ha sido ministro, vicepresidente del Gobierno y secretario general de su partido. No lo consiguió; ganó las elecciones autonómicas por primera vez en la historia de su partido, pero le faltaron cinco diputados para la mayoría absoluta: se quedó a un solo punto del PSOE, que gracias al pacto con IU logró gobernar. Fue la espina que acabó con una racha de éxitos. Antes, el PP andaluz había ganado las generales por una ventaja de 9 puntos sobre el PSOE. Una victoria que se sumaba a la de las municipales, cuando se distanció 7,2 puntos de los socialistas, ganó por mayoría absoluta en todas las capitales y se quedó con cinco diputaciones. Arenas, que heredó el PP andaluz en 1993 de manos de Gabino Puche, que se hizo con un partido de derechas desde una óptica reformista, que logró transformarlo a base de una gran visión para la política y mucho esfuerzo, ha optado ahora por pasar el relevo consciente de lo que muchos sabían: una quinta vez era imposible. Y, para ser imposible, mejor retirarse.

La persistencia de Arenas le ha valido no pocas chanzas en el Parlamento por parte de la bancada  socialista y del que hasta ayer fue  su contrincante, el socialista José Antonio Griñán, que llegó a compararlo con Blas Romero, Platanito, el torero de las oportunidades perdidas. En la sesión en que Griñán fue elegido presidente por primera vez se refirió a él como al dinosaurio del cuento de Augusto Monterroso, el que siempre estaba allí. Pasaban y pasaban los presidentes socialistas, y Arenas permanecía sentando en su escaño de eterno candidato a la Junta. Lo intentó en 1994 y se quedó a cuatro escaños; casi lo consiguió -al menos, en las encuestas- en 1996, y en 2008 volvió a perder por tercera vez contra Manuel Chaves.

En marzo de 2012, una maniobra estratégica de Griñán dejó al PP al descubierto: las elecciones andaluzas  se celebraron después de las generales, y esos meses sirvieron para demostrar que Rajoy era tan mortal como otros presidentes ante la crisis económica. La subida de impuestos y la reforma laboral dieron alas a IU y, sobre todo, hundieron al PP, que perdió algo más de 400.000 votos, con lo que el sueño de Arenas se esfumó. Arenas pecó de sobrado, no leyó bien los datos -como muchos- y se permitió lujos como el de  no asistir al debate  televisivo de Canal Sur. Le faltó algo que siempre ha tenido: visión y prudencia. Se dejó ir.

 Arenas es un animal político:  ésa es su vida. Maneja a la perfección los papeles de ese teatrillo público que a veces genera bien común y, otras, sirve al interés particular de partidos y personajes. A los 20 años era  secretario general de las Juventudes de UCD; intentó entrar en el Ayuntamiento de Sevilla con las siglas del PDP, pero fracasó, y no fue hasta el congreso de su partido en Sevilla en 1990, cuando Fraga se fue por segunda vez y dejó a Aznar, cuando comenzó su ascenso. Tres años después se puso al frente del PP andaluz, y así estaría hasta 2012. Excepto en el intermedio madrileño: de 1999 a 2004 estuvo o en el Gobierno de Aznar o en la sede de la calle Génova, donde ahora vuelve.  Su persistencia se asemeja más a la del cuero que a la del metal -por eso no se rompe-, y es que su  posicionamiento ideológico centrista es tan maleable que le ha permitido reunir desde la derecha tradicional andaluza hasta las clases urbanas liberales. Incluso ha hecho sus pinitos en el andalucismo.  

Pero Griñán, además de los efectos de su citada estrategia,  contaba con una ventaja sobre Arenas: el candidato del PP generaba más rechazo que el presidente de la Junta. Primero, porque el líder del PP es más conocido, lo que en principio no debería aportar valores negativos, por lo que hay que leer el apartado segundo.  Arenas se había presentado en tres ocasiones a las elecciones andaluzas (1994, 1996, 2008); había sido ministro y vicepresidente; secretario general del PP con Aznar y, ya con Rajoy, vicesecretario con rango de número dos de facto de la sede de la calle Génova. Él fue el artífice de que el hoy presidente del Gobierno no dejase la política tras su derrota en el año 2008, y le organizó el partido para que Esperanza Aguirre y su avanzadilla mediática no le ganasen el congreso de Valencia. Mientras Griñán rara vez llegaba a los informativos de televisión, Arenas los copaba por su condición de dirigente nacional del PP.

El segundo. Arenas es un político vivaz, dicharachero, sagaz, listo y especialmente habilidoso para andar entre la verdad y la mentira. Durante bastantes años, el PSOE andaluz construyó con estos mimbres, que tampoco son ni buenos ni malos a priori, la imagen de un político frívolo, cuando no la de un señorito.  Consciente de ello, Arenas, cuyo padre era  abogado y funcionario en Olvera y él estudió como interno en el mismo colegio que Felipe González, el Claret, ha ido limando  esta imagen, aunque en el último sondeo del CIS, que se realizó tras las elecciones andaluzas, seguía estando peor valorado que Griñán. No es que aprobase algunos de los tres líderes andaluces -el tercero es Valderas-, pero Arenas se llevaba la peor nota.

Pero hasta sus más férreos enemigos le reconocen sus virtudes, ésas que ahora echan de menos en la sede de la calle Génova de Madrid, la que debiera ser apoyo de Mariano Rajoy. A ello está llamado; tarde o temprano ocupará un puesto de mayor rango, aunque deberá conjurar uno de los errores que cometió cuando se fue al Gobierno de Aznar: tutelar el PP andaluz desde Madrid. Los populares deberán buscar un nuevo líder por sí mismos y, cuando éste sea elegido, que trace su propia trayectoria.

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