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EL REINO ANIMAL | CRÍTICA

Sorprendente, bella y emocionante fábula que no debería pasar inadvertida

Los intérpretes Adèle Exarchopoulos y Romain Duris.

Los intérpretes Adèle Exarchopoulos y Romain Duris. / M. G.

Su debut con Les combattants (2014) prometía mucho. Una década después, tras dedicarse estos años a cortometrajes, videoclips, guiones y la interesante miniserie televisiva Ad vitam (2018), Thomas Cailley regresa al largometraje cinematográfico para cumplir lo que su debut prometió. En la línea de Ad vitam -en la que un detective, acompañado por una joven, investiga por qué en un futuro no muy lejano en el que se ha logrado algo muy parecido a la inmortalidad los jóvenes se suicidan- la acción también se sitúa en el futuro, los protagonistas también son un adulto y un adolescente y la realidad en la que se mueven no invita precisamente al optimismo.

En un mundo en el que los humanos están mutando en animales un padre y su hijo emprenden la búsqueda de la esposa y madre mutante, tras intentar inútilmente que la medicina frene el proceso. Nada se sabe sobre el origen de este mal. Nada puede hacerse. Los humanos tienen miedo y esto les hace defensivamente crueles. Los mutantes son criaturas desdichadas que están perdiendo su humanidad sin llegar a ser del todo animales, rechazados por los humanos que ellos fueron y convertidos en objeto de estudio e investigación por una ciencia que los trata como no humanos.

¿Una fábula política sobre la convivencia con los diferentes en una sociedad multicultural y multirracial tras los grandes procesos de inmigración legal o clandestina? ¿O sobre el progresivo desdibujamiento de las fronteras entre lo humano, lo animal y lo mecánico y lo artificial? Quizás ambas cosas. Quizás más cosas. La riqueza de sugestiones que lanza la película no se deja reducir a una interpretación. Porque no es la habitual película de ciencia ficción distópica que, utilizando la amenaza a un núcleo familiar, tire por el camino del más amargo pesimismo (como la excelente La carretera) o del terror inteligente (la igualmente excelente Un lugar tranquilo), ni que, mucho menos, se reduzca a un festival de efectos especiales con pretexto de moraleja apocalíptica (El día de mañana y compañía). Esto es otra cosa. Quizás nunca antes propuesta.

La ternura es fundamental en esta película. No solo la que une a padre e hijo y a ambos con la madre desaparecida, o la que llena de delicadeza el tratamiento del adolescente. También la que tiene que ver con las criaturas. Lo trágico se hibrida con lo tierno sin que falten destellos de humor y sorpresas espectaculares desde su inicio. Si su propuesta argumental -¡qué gran idea de Pauline Mounier y qué gran guión escrito por ella y Thomas Cailley!- es intelectual y emocionalmente fascinante por su inteligencia y originalidad, su definición visual es igualmente fascinante por los mismos motivos de inteligencia y originalidad. Cuando todo parece visto y hecho en lo que a efectos especiales se refiere, el extraordinario diseño de producción de Julia Lemaire (a la que conocemos por sus grandes trabajos en La vida de Adèle o En un muelle de Normandía) y los igualmente extraordinarios efectos especiales utilizados por Cailley con discreción, dando preferencia al maquillaje sobre los recursos digitales y fundiéndolos con una perfección que dota de realidad física a las criaturas, nos trasladan a una dimensión más física por más humana. Esta es también una película de texturas en la que las diferencias establecidas por las mutaciones tienen tacto, desde la piel humana a las pieles animales. Y de una visualidad tan original como bella y poética.

En su centro está la relación entre el padre y el hijo adolescente, más intensa, dramática y compleja cuanto más avance un proceso de transformación, espléndidamente interpretados por unos Romain Duris y Paul Kircher que logran dar toda su tierna y dramática fuerza a la relación paterno-filial, a la desesperación del padre por proteger a su hijo adolescente y a la indefensión de este al vivir transformaciones que van mucho más allá de las propias de su edad: ¿cómo hacerse hombre en un mundo en el que estos están dejando de ser humanos mientras los humanos actúan sin humanidad?

De Ovidio a Kafka las metamorfosis de los humanos en animales o plantas han servido para crear mitos que representan lo humano o relatos que denuncian su desaparición o degradación. Thomas Calley ha logrado dar nueva forma a este tema milenario en una película que recomiendo, y no solo a los aficionados a la fantasía, no se pierdan (si la rácana distribución lo permite). Porque entre las muchas hibridaciones que propone también está la que funde el cine comercial y espectacular, además de emocionante, atractivo para el gran público, con el cine creativo que busca y encuentra la más sugestiva profundidad temática y creatividad visual asumiendo riesgos de los que sale triunfante.

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