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El primer día de mi vida | Crítica

Una semana en el purgatorio

Una imagen del filme de Paolo Genovese.

Una imagen del filme de Paolo Genovese.

Toni Servillo regresa a Roma, no ya como aquel cínico ilustrado Jep Gambardella de La gran belleza, sino como un misterioso y beatífico ángel de la guarda y guía espiritual de cuatro almas en pena que acaban de quitarse la vida. Salido de una fábula capriana, su personaje recorre la noche para traerse a su hotel-balneario y hacer recorrer sus espacios de ausencia a los desesperados y afligidos, dándoles una semana de prórroga en la que reflexionar sobre la necesidad de seguir viviendo y encontrar un rayo de esperanza entre sus miserias existenciales.

Con un tono de cierta trascendencia impostada, El primer día de mi vida despide ese inconfundible aroma del cine de catequesis revestido de músicas contemporáneas y una narrativa alterna que nos cuenta las circunstancias de cada uno de sus personajes: un coach motivador de éxito, una exitosa gimnasta en silla de ruedas, una apesadumbrada mujer policía y un niño influencer con problemas de obesidad, acoso escolar y unos padres poco comprensivos.

Basada en su propia novela superventas, la película de Genovese (Perfectos desconocidos) traza así su particular mapa de la tristeza intergeneracional dilatando siempre más de la cuenta unos mismos asuntos a través de escenas recurrentes, una cinta demasiado ensimismada en esa imagen de la ciudad-limbo melancólica, nocturna y lluviosa donde encontrar la luz que guíe y reinserte a nuestros no-muertos-del-todo hacia el sentido de la vida. Sólo la presencia y la convicción de Servillo y Margherita Buy nos redimen a nosotros, espectadores algo pesimistas, de la bienintencionada sesión con mensaje.