Jung y la imaginación alquímica | Crítica

La alquimia interior

  • Jeffrey Raff, estudioso de la psicología profunda, ofrece una suerte de resumen personal de las tesis de Jung

Emblema del ‘Libro de Lambspring’ (siglo XVI).

Emblema del ‘Libro de Lambspring’ (siglo XVI). / D. S.

Todavía para gran cantidad de personas la alquimia sigue siendo esa hermana boba de la química que, en vez de centrarse en los aspectos esenciales de la composición de la materia, se pierde en símbolos abracadabrantes sobre muerte y resurrección, conjunción de opuestos y elementos perfectos, y aspira a esas viejas quimeras de la humanidad, certificadas como imposibles desde hace siglos, como la transmutación de los metales o el elixir de la eterna juventud. Por desgracia, dicha perspectiva condena a la alquimia a una perpetua incomprensión: si simplemente se la hace un prólogo a los descubrimientos de Dalton o Lavoisier, si no se ve en ella más que las toses previas al discurso coherente que ha de seguirlas (el de las probetas, la tabla periódica y todo lo demás), su fin último queda desvirtuado y perdida toda posibilidad de entendimiento. Centenares y centenares de volúmenes, repletos de instrucciones y análisis, envueltos en emblemas que seducen al lector por lo enigmático de sus figuras y su perfección artística, quedan así sepultados en el cementerio de lo inútil, lo trivial o lo simplemente superado por la historia.

Compete en justicia a C. G. Jung el mérito de revivificar este orbe marchito de alusiones y signos, para mostrarnos que contiene algo más que los desvaríos de mentes sin sentido del norte. A mediados de la Segunda Guerra Mundial, interesado en la simbología del gnosticismo, Jung emprendió el estudio de manuales alquímicos, llegando a reunir una de las más importantes colecciones privadas de títulos sobre la cuestión. Lo que más le atraía en un principio era el colorido de las ilustraciones, copiosas en este tipo de obras, donde leones, homúnculos y hermafroditas parecían copiar parte de la imaginería que él había identificado en los sueños de los neuróticos; pero fue luego, en una segunda fase, cuando el estudio de la letra le convenció de que lo que las fórmulas alquímicas preservaban en realidad eran recetas para la transformación interior, del estilo de la que él andaba buscando desde varias décadas antes. Aunque su amistad con toda la utilería de atanores, crisoles y piedras filosofales le acompañará por el resto de sus días, dos son los libros de referencia que Jung dedicó al tema: Psicología y alquimia, de 1944, y Mysterium coniunctionis, en 1956.

En el volumen de Atalanta que comentamos hoy, Jeffrey Raff, estudioso de la psicología profunda y discípulo de Marie-Louise von Franz (que perteneció al círculo del maestro), ofrece una suerte de resumen personal, enfocado fundamentalmente a la psicoterapia, de las tesis de Jung sobre la alquimia. Aparte de en abundancia de textos tanto del psicólogo suizo como de algunos de los principales clásicos de la disciplina, Raff se apoya en dos autoridades en concreto, el Libro de Lambspring (1599), cuyos vistosos emblemas utiliza como pauta argumental, y los planteamientos de Gerhard Dorn, alquimista del siglo XVI que ofrece una suerte de esquema teórico de la Gran Obra. A todo ello, en la vena de la tradición esotérica con la que confiesa expresamente su deuda, Raff suma el empleo de la imaginación activa, en el sentido que dicho concepto reviste desde el sufismo de Ibn Arabí hasta las investigaciones de Henry Corbin.

Más o menos, sus tesis corren de la siguiente manera: existen dos clases de alquimia, la práctica y la espiritual. La importante a efectos personales (o terapéuticos) es la última, porque la primera ha quedado confinada al ámbito del especialista o del místico. En el caso de la que nos ocupa, la manipulación de metales y otros elementos con el fin de alcanzar una materia perfecta (la famosa lapis philosophorum o piedra filosofal) constituye sólo una metáfora que encierra un misterio más hondo y sustancial: aquel mediante el cual el individuo ha de descubrir su verdadera esencia, trasponiendo su identidad individual, el yo, para remontarse a una trascendencia, el sí mismo, en la que participan los arquetipos del subconsciente o la propia divinidad. Los diversos estadios de dicho proceso (que en la jerga de la psicología profunda recibe el título de función trascendente) corren en paralelo a las diversas transformaciones que, según la imaginación alquímica, jalonan el proceso de la Gran Obra: mortificatio o destrucción de la materia original (disolución del yo), separatio o solutio (el yo identifica a los arquetipos de su subconsciente), coniunctio (el yo se vincula a aquello que lo complementa pero que también se le opone), sublimatio (el yo deja de existir como tal para integrarse en una nueva unidad, el sí mismo, que recoge su mitad perdida).

El alquimista, viene a decirnos Raff (y Jung lo era), no es un simple embaucador ni un alucinado: todos somos alquimistas de nuestro propio espíritu en algún momento de nuestra propia vida, o deberíamos serlo.

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