Desllamadas

Tierra de nadie

Alberto Núñez Seoane

Jerez, 04 de diciembre 2023 - 04:04

MIENTRAS pasamos, o estamos, o sentimos, o absorbemos nuestras vidas, lo habitual es que escuchemos la “llamada” de alguien, o de algo. No vivimos solos, no acostumbramos a querer estar solos; nuestras relaciones con otras personas, queridas o soportadas, anheladas o repudiadas, próximas o distantes, nos conducen a esperar, de modo consciente o no, las “llamadas” de aquellos que nos importan, o de los que no nos importan, o de aquello que nos preocupa, esperamos o tememos; sin embargo, no tendríamos por qué sentir ni mucho menos necesitar ésta, a veces, apremiante “necesidad”; no es algo que debiera inquietarnos si no se produjese, pero no es así, al menos, no suele ocurrir así.

Por “llamada” me refiero a las sensaciones, de todo tipo e intensidad, que nos pueden habitar a causa de relaciones presentes u olvidadas, superadas o perturbadoras; a confianzas truncadas o realizadas; a sentimientos sobre personas, momentos, lealtades o traiciones; a consecuencias sentidas por ajenos errores o aciertos, silencios o confidencias; a penas o alegrías que no nos pertenecen: decepciones indebidas, obsesiones innecesarias, precauciones excesivas o precipitaciones temerarias; por ejemplo…

La condición de “animales” sociales, conlleva -eso dicen- la búsqueda de relaciones con las personas que forman parte de la pequeña parte del mundo, que pensamos nuestro, en el que nos movemos; pienso que no tendría, necesariamente, por qué ser de este modo, pero parece que de este modo queremos que sea.

La circunstancia de “sociales”, referida a los seres humanos, se puede salvar sin que el humano deje de serlo; es más: creo que -como nos dijo el filósofo- si salvamos esta circunstancia nos salvamos a nosotros mismos, porque al hacerlo alcanzamos a ser mucho más lo que en realidad nosotros somos, condición que se desvirtúa, diluye o desaparece, cuando vivimos sumergidos, determinados -cuándo no amarrados-, o sometidos por la dependencia exagerada de “los demás”: de lo que piensan, dicen o hacen en relación con nosotros o lo que nos afecta; presas de este sometimiento jamás podremos llegar a ser lo que queremos ser, que no es, ni más ni menos, que lo que en realidad sentimos que somos.

Si vivimos esperando esas “llamadas”, ellas condicionarán nuestra actitud: serán, primero, deseo; luego ansia; después … después acabarán por convertirse, sin nunca haberlo sido, en “necesidad”, figurada más que cierta, pero que se nos mostrará como lo que no es: imprescindible. Nos convertiremos, entonces, en fieles sirvientes de ellas, dejaremos de ser protagonistas de nuestras vidas para figurar como simples actores secundarios, o vulgares bufones, en la única obra para la que se nos ha reservado un papel relevante.

Aguardar a “ser llamados” es entregar la esperanza, dejar de tener la capacidad de poseerla, depender de lo que no depende de nosotros. Quien, lo sepa o no, opte por ello, perderá la libertad de elegir, es decir: elegirá perder su libertad. Y algo más …: cuándo las “llamadas”, de las que en demasía ha dependido, cesen -porque antes o después acabarán por terminar-, se sentirá abandonado, inseguro … despreciado, y nada podrá hacer para impedir que sea así; su elección la tomó hace tiempo, fue entonces cuando se perdió entre bambalinas cuándo debía estar en el escenario, ahora … ahora es demasiado tarde para volver atrás.

Sin “llamadas”, somos, o existimos, en el espacio de la “desllamada” -así lo denomino-, que no es lo mismo que la “no llamada” -por eso, no por otra razón, no lo llamo así-. La “no llamada” sería la ausencia de “llamadas”, cosa que no está dentro de nuestras capacidades controlar: las “llamadas” van a estar ahí, o allí, siempre, nos guste o no lo queramos, nos disguste o lo deseemos. Pero si conseguimos “estar en la desllamada”, nos situaremos en una dimensión diferente, una en la que “ellas” no saben ni pueden moverse. Al ignorarlas, o más bien: al ignorar su mensaje y, por tanto, su intención -es decir: al posicionarnos en la “desllamada”-, ellas pierden su condición de “llamadas”, puesto que, aunque lo sigan siendo, si no las escuchamos no tienen razón de ser: llamas para que te escuchen, si llamas, y sigues llamando, y compruebas que nadie te escucha, seguro dejarás de llamar … o eres imbécil, claro, esta opción siempre es posible.

Nada malo nos sucederá si adoptamos esta actitud, muy al contrario: seremos algo más dueños de nuestras vidas, ¿por qué? El motivo es sencillo: si permitimos que sean las “llamadas” las que nos elijan, estaremos supeditados a ellas, a que lleguen o no, las estaremos esperando, porque la costumbre hace el hábito, dependeremos del contenido de los mensajes que traigan consigo; pero si somos nosotros los que decidimos cuáles y cuándo las escucharemos, entonces seremos receptivos, sólo, a lo que hayamos decidido -nosotros y nadie más que nosotros- que en verdad nos importa.

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