Hay quien dice que la clave del bienestar está en pensar bien las cosas. Una persona, con la prudencia y templanza necesarias, puede concederse el espacio de tiempo suficiente para considerar varias posibles respuestas al conflicto y elegir la más acertada. Sin embargo, cuando valoramos la inteligencia o las habilidades de una persona, en ocasiones, seguimos primando la velocidad y la rapidez en esas respuestas. De hecho, en muchas de las pruebas elaboradas para la medición de las habilidades intelectuales se incluye un cronómetro rápido como elemento probatorio de la destreza de los evaluados.
Y no es que sea estéril el uso de este tipo de instrumentos para valorar las aptitudes de los alumnos y alumnas, sino que nos permite averiguar, nada más y nada menos, si el funcionamiento de las estructuras cerebrales responsables de cada una de estas capacidades es el adecuado. Pero, el problema surge cuando una persona no logra realizar adecuadamente las actividades del día a día, a pesar de obtener un buen rendimiento en este tipo de pruebas estandarizadas, con unas puntuaciones que se encuentran dentro de la media de las puntuaciones de chicos y chicas de edades similares. Ante estas circunstancias, además, es necesario valorar en qué grado una persona consigue un nivel de autonomía y actividad social propios de su edad.
En el primero de los casos estaríamos midiendo la capacidad para realizar ciertos tipos de operaciones de clasificación, deducción o memoria, mientras que en el segundo caso se trataría de medir cómo se usan estas habilidades en conjunto, principalmente a través del uso de instrumentos de evaluación de la conducta adaptativa.
Esta conducta adaptativa ha ido cobrando, con el paso de los años, cada vez mayor importancia en la valoración del funcionamiento de cualquier persona.
En las consultas de psicología nos hemos encontrado con frecuencia personas que, a pesar de conseguir buenas puntuaciones en las pruebas estandarizadas de inteligencia, no pueden realizar ciertos tipos de trabajos por requerir cierta regulación emocional, organización y planificación de las conductas, eligir adecuadamente el orden de los factores que requiere la operación o mantener la constancia y persistencia necesarias para llegar al producto final deseado.
Es por ello que una valoración adecuada del funcionamiento de cualquier alumno debería incluir por un lado las pruebas tradicionales de inteligencia que puedan descartar la presencia de problemas de razonamiento, memoria, atención, toma de decisiones, aprendizaje académico o aprendizaje a través de la experiencia. Y, por otro lado, la valoración de posibles déficits en el funcionamiento adaptativo que interfieran en un adecuado funcionamiento y responsabilidad social, impidiendo así el desarrollo de una vida satisfactoria y con un nivel de autonomía propio de cada edad determinada (APA, 2013).
Así que no parece que nos alejemos mucho de la teoría al valorar la competencia social y las competencias en habilidades de la vida diaria como componentes de un buen nivel de adaptación y partes fundamentales del desarrollo intelectual de cualquier alumno.
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