Programación Guía completa del Gran Premio de España en Jerez

jeREZ EN EL RECUERDO

Siluetas del ayer

  • El poeta Balbuen llegaba todas las mañanas a la farmacia de la plaza de Plateros, se sentaba en un asiento que allí había y, de vez en cuando, leía sus últimos versos

Hubo en Jerez un personaje al que conocí allá por la década de los cincuenta. Era un hombre bajito y rechoncho, de cincuenta o sesenta años de edad, calculo; traje gris, raído y mugriento, sobre una camisa con corbata no menos roñosa y una costrosa y sucia gabardina en los días de invierno. Uñas tan negras como el velo de una viuda, tocado siempre con una deteriorada mascota, bastón de palo en mano y barba de varios días. Era el poeta José María Sánchez de Balbuena, o simplemente Balbuena como todo el mundo le conocía.

Con su castora y su bastón en ristre, no sé de qué vivía ni de qué comía, puede que tuviera alguna pequeña pensión o subsidio, no lo sé. Decía que de joven trabajó como consumista, un oficio desaparecido hace muchos años y que consistía, como empleado del municipio, en controlar todas las mercancías que entraban en Jerez desde otros lugares y cobrar un impuesto por ello. Este trabajo se ejercía en unas casetas situadas en las entradas de la ciudad y, carro, camión, burro o bicicleta que llegaba con productos agrícolas, carne, cereales u otras mercancías, se valoraban y se cobraba la tasa correspondiente. En otras ocasiones Balbuena decía que también había sido barbero, oficio que dejó porque, según comentaba, era muy cansado estar todo el día de pie y su norma de vida era "mejor sentado o acostado".

Pues bien, el poeta Balbuena que siempre llevaba encima una raída cartera de mano donde guardaba sus poemas escritos en papel de estraza manchados con lamparones de aceite por haber sido envoltura de churros o en una también grasienta libreta, llegaba todas las mañanas a la farmacia de la plaza de Plateros, se sentaba en un asiento que allí había y, de vez en cuando, leía sus últimos versos. Siempre lo hacía cuando más gente había, esperando así que cayera alguna moneda. ¡Anda Balbuena, recita ahora el Tenorio! le decían. Entonces se levantaba de su asiento y en tono solemne comenzaba a recitar algunos sus pasajes: "Cuán gritan esos malditos que no se cure mi espanto, si en acabando esta carta no pagan caro sus gritos". -"Balbuena, que te van a cerrar el comedor del Salvador. - Mira Gaspar, ya tengo hambre pero de lo que no tengo ganas es levantarme para ir hasta allí". Y luego añadía: "mejor que el verso es la berza", y se iba.

Presumía de haber sido un vago durante toda su vida, hasta el punto de confesar con orgullo que a la única entidad a la que había pertenecido era a la peña El Tendido, por aquello de que era mejor estar tendido que de pie. También decía que para cuando se muriera había dejado escrito el epitafio de su tumba. Dicha inscripción debería rezar ni más ni menos así: "Aquí sigue descansando el poeta Balbuena". En otras ocasiones decía que le gustaría que en su tumba figurara también esta inscripción: "Mira que si era bueno el poeta Balbuena que después de muerto se convirtió en hierbabuena". Aparte de presumir de vago, también presumía de supuestas e intensas relaciones sexuales, según él, con una mujer que decía era su criada. Llegaba muchas veces por la mañana a la farmacia diciendo: han caído cuatro, han caído seis. Viéndolo, me imagino que ni él mismo se lo creía.

Y ahora referiré lo que en cierta ocasión le pasó a Balbuena con un colega, más bien pregonero ambulante. De niño alcancé a ver alguno de esos pregoneros que en épocas pasadas iban de pueblo en pueblo contando en los alrededores de los mercados, historias trágicas y lacrimosas de amores incomprendidos, de crímenes, del soldado que se fue, del pueblito que dejó o de la pobre madre que murió, sus seis huerfanitos y la madrastra. El pregonero se situaba en el lugar más concurrido frente a la Plaza de Abastos, colgaba en un árbol un panel dibujado con viñetas y cuando la gente se arremolinaba a su alrededor comenzaba a contar su historia. Algunos de estos 'trovadores', además de contar a veces lo interpretaban con tal maestría que hasta arrancaban lágrimas de la concurrencia. Una vez narrada la historia, la vendían en hojas impresas a los espectadores y se marchaban para otro lugar.

Cierto día, en uno de esos corros estaba Balbuena siguiendo atentamente una narración versificada. Al terminar, va y le compra al pregonero por una peseta la historia impresa y además le da otra de propina. Ante ello, y al ver la pinta de vagabundo que siempre llevaba, el hombre asombrado le dice: "Oiga, ¿cómo es posible que me dé una peseta de propina siendo usted más pobre que yo?- Mire, querido amigo y colega, le contestó, usted no me conoce, pero yo soy el poeta Balbuena, también poeta de la calle y, por tanto, sé valorar el mérito de lo que ha escrito e interpretado, por lo que es para mí una satisfacción darle esta propina aunque me quede sin comer ¡entendido!" Y se marchó tan ufano por la calle Doña Blanca.

"A chufla lo toma la gente, y a mí me da pena y me causa un respeto imponente". Posiblemente un parto difícil en una época en la que la mayoría de las mujeres humildes parían en su casa con la sola ayuda de sus vecinas, o acaso por aquello de los cromosomas, pienso, le provocó a Juanele algún problema cerebral que le impidió un normal desarrollo mental. ¡Pobre Juanele! Por si no tenía bastante con ello y para colmo de desgracia, cuando tenía diez o doce años le atropelló un carro y le rompió las piernas. Como tampoco recibió asistencia médica por parte de algún traumatólogo, aquellas piernas quedaron deformes de por vida.

Y allá que le veíamos cada día por la plaza de Rivero pidiendo alguna moneda para subsistir. Los domingos su actividad era alrededor de la Catedral, allí se ponía a las horas de misas recabando una moneda por haber 'cuidado' del coche aparcado. Era un encendido forofo del Xerez C.D., quizá su única ilusión y felicidad eran aquellos lunes en los que el día anterior había ganado su equipo. Sin embargo era enemigo acérrimo del otro equipo local, el Jerez Industrial. Si alguien lo quería ver airado y violento, solamente tenía que decirle al pasar: ¡industrialista! Sus gritos e insultos se podían oír tres calles más abajo. ¡Pobre Juanele! Algunos mozalbetes disfrutaban haciéndole sufrir llamándole industrialista, después salían corriendo gritando lo mismo, y Juanele detrás lanzándoles piedras y todos los improperios que podían salir por su boca. En alguna ocasión pude verle con la cara señalada y herida porque algún hijo de mala madre le había pegado después de provocarle. Cierto día ya no se le vio más por la plaza de Rivero ni por ninguna otra, Juanele había muerto. Años atrás el pintor Jologa dejó plasmado su rostro en un artístico óleo que pudimos admirar en un desaparecido restaurante de la calle San Francisco de Paula.

Se llamaba Juan José Rincones. Vivió en Jerez allá por la primera mitad del pasado siglo. Trabajaba en el campo, era manigero, o lo que es lo mismo: hombre que dirigía una cuadrilla de trabajadores agrícolas.

También era poeta y cantaor además de filósofo, pero de una filosofía no aprendida en ninguna universidad ni colegio, porque quizás no pudo ir a ninguno. Lo era porque había aprendido del campo, del aire, del sol, de los pájaros, de los árboles, del cielo…, de la gente sencilla como él.

Contaba uno de sus nietos que en las épocas de vendimia una de sus misiones como manigero era la de despertar al amanecer a los jornaleros que dormían en la gañanía. Aunque no tuvo formación religiosa, era persona muy creyente y tenía mucha devoción a la Virgen María, Por ello despertaba a los gañanes de una forma de lo más original, lo hacía cantando una copla con esta letrilla que parece ser él mismo había compuesto.

"Bendita sea la luz del día y el Señor que nos la envía, Ave María. Las cuentas de mi rosario son velas encendías, que tó el infierno tiembla al decir Ave María. Ave María, mil veces, Ave María"

Cuando la vendimia terminaba y durante un tiempo no había trabajo en el campo, muchos jornaleros se dedicaban a coger 'rebusco' y a venderlo por las calles de Jerez. Por si alguien no lo sabe el rebusco es la uva que queda en la cepa sin recoger después de la vendimia. Solían ser pequeños racimos de uva muy maduras y por tanto de un dulzor casi de pasas, racimos pequeños que al estar un tanto escondidos o entre cepas olvidadas no fueron vistos a la hora de la recolección. Su denominación popular emana de eso mismo, de rebuscar. Como era algo que no tenía provecho para el propietario, éste consentía que la gente fuera a cogerlo. Ello permitía dejar la cepa limpia de restos frutales y sus espontáneos recolectores la aprovechaban para consumo propio e incluso sacar algún dinerillo con su venta.

Y aquí era cuando la familiar figura de Juan Rincones aparecía por las calles de Jerez con una canasta de caña cargada en su hombro, vendiendo y pregonado el rebusco que el día antes había recogido en algún viñedo del camino de Lebrija. Y lo hacía como mejor sabía, cantando:

"La flor de la viña llevo, la flor de la viña vendo ¡qué buena es mi uva!"

Y las vecinas salían a la calle a escuchar a Juan Rincones y comprarle su rebusco a un real el puñao.

Moreno con gafas oscuras de gruesos cristales y boina, era un personaje singular al que podíamos ver a menudo por el Consistorio y sus alrededores. Vivía en el callejón de Asta y presumía de haberse educado en la escuela de los hermanos de La Salle, circunstancia ésta que quedaba patente al observar su buena caligrafía. Bien arreglado y aseado, su único amor fue el de su madre que al perderla encontró en el vino su consuelo y en los tabancos su hogar. Su nombre era Sebastián Vargas, aunque todos le conocían con el apodo de ¡'El Brenes'.

Sin ser un gran intérprete de flamenco, cantiñeaba bastante bien, y ello hacía que en diversas temporadas formara parte de un cuadro flamenco que actuaba a diario en la antaño famosa 'Venta de Maribal'. Como bien decía una vez mi buen amigo Pepe Castaño, el Brenes era un hombre pobre que se sentía rico, una riqueza que emanaba de su gran humanidad. Debo confesar que no llegué a tratarle, ni tan siquiera hablé con él alguna vez, aunque lo veía muy a menudo llegar a la farmacia de la Plaza de Plateros siempre a comprar un analgésico llamado 'Calmante Vitaminado' del que era habitual consumidor. Dicho analgésico venía en sobres de cuatro comprimidos y valía dos pesetas. Con la farmacia llena de gente, pedía su calmante y preguntaba cuanto es, dos pesetas como siempre le decía a mi padre; en lugar de dos monedas sacaba tres de su bolsillo y con voz alta y solemne para que todos los presentes lo oyeran añadía: la que sobra de propina. A continuación salía y se asomaba a una de las ventanas laterales que daba a la calle Sedería y decía: "Muchacho, dame la peseta que te di de propina, es para tomarme un vaso aquí al lado. Se le oía decir que cuando muriera quería que le enterraran debajo de la barra del bar Joaquín, por si se caía algo. Clásica muestra de un hombre pobre que presumía de ser rico y generoso.

Le gustaba el vino y, como era tan buen comilón, su conversación favorita giraba casi siempre en torno a la comida. Cuando ya su adicción al alcohol comenzó a apoderarse de él, aquel Brenes de buena planta, generoso y ocurrente que habíamos conocido fue cambiando paulatinamente, hasta el punto que en ocasiones dormía su borrachera en cualquier rincón de la calle. La gente le conocía y sabía que siempre fue una buena persona, por ello en alguna que otra modesta pensión le solían dar cobijo gratuito de vez en cuando. Por su parte Juanito, en su bar del Consistorio, tenía la gentileza de darle de cenar casi todas las noches. En cierta ocasión, ya bien entrada la noche, un guardia municipal lo vio dormido en un rincón de la plaza de Rivero, lo despierta y le dice: "Brenes, ya es hora de que te recojas", y el Brenes con toda su parsimonia le contesta: "¿Más recogío quieres que esté?, no ves estoy durmiendo sobre una sola loza" Y es que genio y figura hasta la sepultura. Así se perpetuó desde aquellos tiempos la frase: "Es más chulo que el Brenes". Sebastián Vargas murió allá por el año 1973 a consecuencia de las heridas que le causó un fatal atropello que algunos aseguraban por aquel tiempo fue intencionado.

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