La voz de Jerez

Tabancos de antaño, recuerdos de siempre

  • Recorrido por los establecimientos con más solera, hoy la mayoría cerrados, en los que 'nació' parte de la historia jerezana

En invierno no hay mal abrigo con una copa de buen vino dice un refrán. Bueno, en invierno, verano, primavera y otoño. Da igual el momento, un vaso de este caldo calma al más intranquilo y alegra cualquier reunión. Y de eso sabe mucho esta ciudad. Hablar de Jerez y del jerez es hablar de los tabancos, aquellos lugares con solera en los que la copa de vino se mezcla con un ‘escenario’ de lo más nuestro, botas a la espalda del camarero y un mostrador en el que la cuenta del cliente se apuntaba con tiza.

Pocos, muy pocos, tabancos ‘puros’ quedan hoy día. Quizás por eso cuesta tanto no entrar en los que siguen abiertos como El Pasaje y San Pablo, tabancos jerezanos en los que ahora también se combina a la perfección una copa con tapas caseras que agradece el estómago. Pero como hablar de tabancos es recordar el pasado, hay que echar la mirada atrás.

En su día fue una verdadera institución. ‘La Pandilla’ abrió sus puertas en la calle Valientes. Decorado con las esqueletomaquias que Luis Mateos pintó en paredes y mostrador. El historiador jerezano Antonio Mariscal Trujillo recuerda de este singular lugar sus creativos y ficticios carteles de toros en los que figuraban como matadores los nombres de muchos de los asiduos al establecimiento con sus simpáticos apodos, así como las caricaturas de muchos de ellos.

 Pero la peculiaridad de ‘La Pandilla’ era que junto al jerez se servía también valdepeñas. “Un valdepeñas que, guardado en barricas de roble envinadas con jerez, se convertía en pocos meses en el más exquisito de los tintos. Desde unos odres de barro, el vino tinto se hacía pasar por un serpentín en la nevera, y de ahí salía al vaso a su exacta temperatura. Y claro, siempre mezclado con sifón de el de antes era una delicia veraniega”, declara el historiador.

 Destacar sólo uno sería quedarse muy corto, así que no se puede obviar el último que cerró en Jerez, el ‘tabanco del Nono’ de la plaza del Arenal. “Era viejo, muy viejo, todo en él era rancio, cutre y obsoleto; todo, excepto su artístico y polvoriento mostrador de caoba tallada”, señala Mariscal. Recuerda este jerezano que su propietario, que siempre tuvo fama de ser un buen taxidermista, lo tenía ‘decorado’ con aves llenas de polvo de diversas especies disecadas por él mismo y que, paradójicamente, lo que se consumía más era manzanilla de Sanlúcar.

 “Una vez tuve la ocasión de tomar allí unas copas con el propietario de una importante bodega de Jerez. Le dije que si alguien le veía tomando manzanilla en un tabanco  ‘cutre’, teniendo en su bodega lo mejor de Jerez, seguro que no se lo creería. Y me contestó que ‘a esta buena gente solamente la puedo oír aquí’, en referencia a las conversaciones de los que allí se congregaban”, relata el historiador. ‘La Jarra’, la ‘Viña T’, ‘La Ina’, la taberna Jerezana de la calle Doctrina o los conocidos como ‘Número 1’ fueron otros tabancos que han dejado huella en el paladar de los jerezanos.

 Siguiendo en esta perdida ruta del sabor también hay que hablar de las tabernas. Las más antiguas cerraron en el pasado siglo XX porque las generaciones de su dueño no siguieron con la tradición. Para Mariscal se merece una mención especial  la taberna de ‘El Clavo’, propiedad de “un personaje llamado Frasquito Fernández, ayudado por dos o tres mozalbetes de quince años, siempre vestidos con pantalones bombachos al estilo ‘charlestón’, camisa blanca remangada hasta los codos y chaleco oscuro”. Al parecer fue un establecimiento que siempre tuvo una buena clientela y se convirtió en visita obligada cuando la gente volvía del cementerio de Santo Domingo después de un entierro, por aquello de que el que va a un entierro y no bebe vino, el suyo viene por el camino.

Cuenta Mariscal, historiador que ha ahondado en la cultura más jerezana, que allí se pedía el vino pero no así la tapa, que estaba incluida en el precio. Ésta era servida por un orden estricto e implacable: con el primer vaso no tenía derecho a tapa y había que tomarlo a palo seco; el segundo se acompañaba de carne mechada en salsa; el tercero con sábalo del Guadalete en adobo u otro pescado frito. Ya con el cuarto vaso, “he aquí su afamada especialidad”, ponía bacalao con tomate. “Este último manjar era tan exquisito y había adquirido tal fama que incluso muchos forasteros decían que cuando a Jerez llegaban iban a ‘El Clavo’ sólo para degustarlo, no sin haber tomado previamente los tres correspondientes vasos de vino”, describe Mariscal, quien añade que el célebre Frasquito “juraba por su madre que ni por un millón se saltaría la norma”.

Y de tabernas a los cafés. En estos lares pocos no recuerdan ‘El Fornos’, situado en los bajos de una elegante casa de la calle Larga que hacía esquina con la alameda del Banco. Entre sus cuatro paredes los jerezanos disfrutaron durante la primera mitad del siglo XX de reunión y tertulias de poetas, pintores y artistas.

El edificio donde abrió sus puertas ‘El Fornos’, similar al que hace esquina con la calle Algarve, fue construido por Rafael Torregrosa, invirtiendo para ello parte del capital que había traído de América, dejando en manos de Blas Gil los bajos para instalar en 1900 un café-cervecería que denominó ‘Los Cisnes’, “encargando para ello a una empresa de Zaragoza la decoración del local, que fue montado con todo lujo y bellamente decorado con artísticos espejos”, señala Mariscal. Fue arrendado a Agustín Pérez, a quien se le ocurrió ponerle ‘El Fornos’ y después, durante tres años, fue regentado por Tomás Vergara, quien en 1925 lo traspasó a Manuel Calero.  Al morir y tras ser regentado por su viuda, se volvió a traspasar en 1937 a su último propietario, Agustín Corrales y Rodríguez de Medina, cerrando definitivamente sus puertas el 24 de marzo de 1946. “Si aquel viejo y evocador café hubiese llegado hasta nuestros días, sería para Jerez lo que el Café Gijón es para Madrid o el Gambrinus para Nápoles: todo un emblema de la ciudad y un lugar de referencia para propios y extraños”, lamenta Mariscal, quien no puede evitar remarcar que como ‘reliquia’ aún está abierto hoy día la centenaria ‘Parra Vieja’, establecimiento fundado en 1888.

El tiempo pasa y como más ‘cercano’ hay que rescatar de la memoria entrañables establecimientos como ‘Los Caracoles’ con su reconocida ensaladilla, ‘El nuevo bar’ en el que degustaban, los que podían, percebes y ostras, el ‘Bar Pepín’ y ‘Los Gabrieles’ con sus tertulias taurinas. “No podemos olvidar ‘La Moderna’ de la calle Lancería, bar de poetas y escritores, donde se gestó el recordado grupo Atalaya de poesía con Manolo Ríos Ruiz, Juan de la Plata, Manolo Pérez Celdrán y Sebastián Moya. O aquel pequeño gran bar, ‘La Venencia’, donde se podían degustar los mejores desayunos de todo Jerez”, apunta Mariscal. La nostalgia de no tenerlos hoy se puede aliviar con la popular ‘La Moderna’ de la calle Larga –“el único que sobrevive de aquellos establecimientos”, dice Mariscal– al que mayores y jóvenes siguen ‘cuidando’ a diario. Sin duda, los tabancos, tabernas, cafés y bares de antaño, siguen muy vivos en la memoria de la ciudad.

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