Lectores sin remedio

Triste figura

Mario Vargas Llosa.

Mario Vargas Llosa.

No tiene que ser muy agradable, sino lamentable y muy triste que en las postrimerías de toda una vida literaria de enorme e indiscutible éxito, termine uno por llevar la marca de ser conocido por otro ex de Isabel Preysler. Lo mismo le sucedió, salvando las distancias entre las señoras, a Arthur Miller, el famoso dramaturgo norteamericano, quien fuera más famoso aún por haber sido el tercer marido de Marilyn Monroe.

Cuando está a punto de cumplir los 87 años, Mario Vargas Llosa se ve envuelto en toda clase de chismorreos que no alcanzan ni la categoría de patio de vecinos, pues algunos llegan a menoscabar su más íntimo honor, ese que todos escondemos por pudor y vergüenza por no airear las susodichas. Que si las ventosidades, que si la señora tenía que “ayudarse” para mantener relaciones con el escritor… Todo un muestrario de chabacanerías para alimentar a la masa ociosa ¿Y la culpa? La que le corresponda a ese periodismo de carroña, aunque bien harían quienes lo ejercen en leer al gran Vargas Llosa, y ya se cuidarían de faltarle al respeto. Pero ya se sabe, en este país y en los tiempos que corren la ignorancia y la grosería siguen siendo un mérito muy valorado

¿La señora Preysler? Añadir a su extenso y azaroso currículum amoroso o matrimonial todo un Premio Nobel de Literatura, era una presa demasiado golosa para quien vive y disfruta de los medios rosas y amarillos. Entonces, ¿es él el culpable de haberse metido en la boca de la loba? A su edad realmente no está uno para demasiadas pasarelas y fiestas de relumbrón, sino para sopas de pan y buen vino. Pero también Llosa arrastra en su haber una cuanto menos compleja vida de amores y matrimonios (se casó en primeras nupcias con su tía política, y en segundas con su prima. Una mala lengua, quizá Gabriel García Márquez, a quien le propinó el puñetazo más famoso literariamente hablando del siglo XX, llegó a decir tal vez por venganza que solo le faltaba casarse con su hermana, la de Llosa, por supuesto).

Cuando se tiene una carrera literaria como la de Mario Vargas Llosa, cuando es considerado uno de los novelistas más importantes del siglo XX, avalado por premios, condecoraciones, títulos y toda clase de reconocimientos, todos merecidos; cuando es un señor que pasará a la historia (este sin duda sí) como el autor de tantas y tantas novelas fundamentales, desde su espléndida ‘La ciudad y los perros’, y que han enriquecido como pocos la literatura hispanoamericana; fino y certero ensayista por demás (ahí quedan títulos como ‘La verdad de las mentiras’ o ‘La civilización del espectáculo’ o ‘La orgía perpetua’, o el estudio que dedicó a su íntimo enemigo ‘García Márquez. Historia de un deicidio’), debería haber cuidado más este patrimonio que nos está legando a sus lectores y haber velado más por un honor que ahora está en boca de todos. Pero estoy seguro de que la historia será justa (siempre lo es) y se recordará a Mario Vargas Llosa como lo que es: un enorme escritor, un novelista imprescindible. Otros y otras no alcanzarán esa gloria, que solo está reservada a los grandes. 

Buscando en Jerez a Julio Verne

Cuando se habla de bibliófilos -por cierto, especie en peligro de extinción por la cada vez más agobiante deriva tecnológica- se tiende a simplificar imaginándolos a todos sin distinción, representados por esa pintura de Carl Spitzweg titulada 'Ratón de biblioteca', en la que se ve a un caballero sobre una elevada escalera, que a su vez se apoya en una enorme librería, y sobre la que hojea un libro; o esas descripciones sobre alguno de ellos que se recogen en el libro ‘Bibliofilia’ de Javier Lasso de la Vega. Pero no, bibliófilos hay de muy distintos tipos y ya autores como Díaz Maroto o Jesús Marchamalo entre otros, se han ido encargando de ir describiéndolos en algunos de sus escritos. Y digo todo esto a cuento de un lejano encuentro casual con uno de ellos.

Este bibliófilo al que me refiero solo se interesaba por primeras ediciones de solo tres libros de Julio Verne: ‘La vuelta al mundo en ochenta días’, ‘Veinte mil leguas de viaje submarino’ y ‘De la tierra a la Luna’. Nunca me explicó el porqué solo ediciones de aquellas tres novelas, y aunque conozco a más bibliófilos que solo se interesan por la obra de un solo autor -como es el caso de F. R. que ha reunido una notable biblioteca de primeras ediciones de Alberti- este era mucho más selectivo como les he comentado sobre la de Julio Verne. En aquel encuentro en la Biblioteca Municipal, recuerdo que consultaba un raro ejemplar allí depositado de la ‘Vuelta al mundo en ochenta días’, en concreto la primera edición en castellano de la novela (Zaragozano y Jaime Editores. Madrid, 1873). Este año que se sigue celebrando el 150 aniversario de la publicación de dicha novela (en 1872 se publicó por entregas en la prensa, y en 1873 se editaba en formato libro), no puedo evitar imaginarlo atareado tratando de separar “el grano de la paja” de lo que le ofrecen, pues ya se sabe que para los sufridos bibliófilos las efemérides de sus autores de culto suelen ser nefasta para aumentar su colección, a riesgo de no quedarles un triste euro en sus bolsillos. Ramón Clavijo Provencio

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