Bajo el arco del Arroyo

jeREZ EN EL RECUERDO

La infancia es la patria de los hombres

Bajo el arco del Arroyo
Bajo el arco del Arroyo
Antonio Mariscal Trujillo

09 de febrero 2015 - 01:00

La naturaleza al igual que la vida de las personas está llena de hermosa sencillez. ¡Cuán acostumbrados estamos a oír historias complicadas, a veces retorcidas hasta el límite de la imaginación! Los relatos, a veces ciertos y reales, pueden convertirse en pura ficción pintada a modo de caricatura macabra y deformante para de ese modo captar la atención del posible lector. En otras ocasiones, una historia se convierte en algo tan exquisito e idealizado, que nos hace sentir seres insignificantes a los que de manera normal pasamos por la vida. Y no por ser sencilla la vida de cualquier ser carece de belleza.

O, ¿no es hermosa la vida de un centenario árbol, de una grácil gacela, o de un multicolor pajarillo? ¿Cuándo llega a ser vulgar la existencia de cualquiera de estos seres? La respuesta es bien sencilla: cuando al pajarillo se le encierra en una jaula, a la gacela se le lleva a un zoológico o al árbol lo convertimos en bonsái.

Creo que las historias más sublimes y bellas son las que quedaron en el recuerdo de nuestra lejana niñez. Porque sólo entonces pudimos ser pajarillo sin jaula, gacela en libertad o árbol silvestre. Cuando nuestra diaria preocupación era ir al colegio bajo la lluvia o el sol a través de unas calles tranquilas, sin coches, sirenas ni semáforos. Jugar a la sombra del Arco del Arroyo, o en cualquier otro lugar, con bolindres de arcilla teñidos de colores, huesos de albaricoques, la codiciada bola de acero o cristal, el bailarín trompo de madera, o el hermoso pandero hecho con cañas y papel de periódico que volaba majestuoso a las afueras de la ciudad.

Me viene al recuerdo aquel carrito de madera que rodaba sobre viejos cojinetes con el que bajábamos endiabladamente por la cuesta del Espíritu Santo. También aquella llanta oxidada de bicicleta dirigida con una guía de alambre con la que paseábamos orgullosos delante de las niñas que jugaban a la comba. Todo ello en contraste con el vistoso coche teledirigido, la consola de videojuegos o los verdes monstruos de plástico con los que se priva la imaginación del niño actual. Recuerdo aquel gran "tesoro" de conchas y trozos de loza escondidos en un hoyo como oculto valor secreto, que destapábamos a diario sólo para ver si seguía allí, hasta que otro niño lo descubría y saqueaba obligándonos a hacer uno nuevo en lugar más seguro. La cabaña de palmas y palos que en el desaparecido bosquecillo del jardín de la bodega Domecq era nuestro más apreciado refugio en las tardes lluviosas de otoño, cuando me cobijaba en ella con mi amigo Ricardo para sentir el inmenso placer de ver llover, comprobando que a veces nuestra obra nos protegía del agua. Unos granos de trigo depositados en el solar de la derruida casa de enfrente al que llamaban "Corribolo", se transformaban en hierba y a veces en espiga, causándonos la infinita satisfacción de haber obtenido nuestra particular cosecha.

Una casa contigua en la que vivía el amigo Ricardo, donde había una cuadra con caballos de un Domecq, nos hacía soñar con montar uno de aquellos cartujanos para ir a la feria al igual que su acaudalado propietario. Un pajar en la parte superior de aquella estancia; oscuro, misterioso, donde sólo se podía subir trepando, oculto refugio en el que estábamos seguros nadie nos podría encontrar.

La sirena de la bodega cercana que nos decía a las ocho de la mañana que había que dejar la cama para ir al colegio. Una tartana tirada por un mulo que traía cada mañana la leche para el desayuno, mientras una vieja pregonaba: ¡¡molletes calentitooos, que calentitos van!!, Y un chaval de la casa de junto ensillaba su burrito para ir a trabajar al campo. Poco después el repartidor de correos con voz de tenor gritaba desde en el patio: ¡el carterooo!, luego el basurero con su silvato y más tarde el cobrador del Ocaso, después el ditero, el botijero, el latero, el afilaó… Un palomar en la azotea que me infundía un ardiente deseo de volar por el cálido aire de las tardes de verano, en las que tumbados en una hamaca de lona oíamos por la radio a Valderrama, al Caracol o las aventuras de Diego Valor, a la vez que calmábamos nuestra sed con el agua de un fresco botijo.

Así transcurría apaciblemente la vida de aquellos años cincuenta en un patio con geranios, enredadera y jazmín. Patio grabado a fuego en mi mente y que en los domingos estivales hacía de humilde sucedáneo de playa o piscina, al colgar en alto una lata agujereada por la que salía el agua que un tubo de goma llevaba hasta a ella desde un grifo cercano. Agua que al caer sobre nuestros cuerpos semidesnudos nos hacía evocar aquella maravillosa playa de la Puntilla o de Sanlúcar a la que solamente teníamos acceso una o dos veces al año. No existe un recuerdo más bonito que el de aquellos domingos en los que la playa era nuestra al fin tras los correspondientes preparativos del día anterior. Comprar alpargatas de esparto y un sombrerillo de paja en la alpargatería de la calle Francos y preparar la comida que nos llevaríamos al día siguiente. Un levantarse al amanecer y caminar hasta un tren que nos conduciría a un paraíso de arena y mar, del que volveríamos con las espaldas quemadas y coloraditos como salmonetes. Una imborrable jornada que nos serviría de apoyo y nostálgico recuerdo para todo el año.

Este era el transcurrir de una infancia sencilla en un Jerez apacible, en una casa encalada, con un patio y un corral, enredadera, palomar, ventana verde y azotea a la sombra de la Iglesia Colegial.

Con el paso de los años nos dimos cuenta de algo extraño pasaba. La voz se nos tornaba grave y el vello asomaba a través de nuestra piel. De pronto nos dimos cuenta de que estábamos dejando de ser niños y comenzamos a soñar. Soñamos con un mundo pintado de azul y un amor maravilloso entre románticas melodías de Modugno que desde Italia nos hacían volar.

Terrazas de cine en verano, comedias de lujo americano, ensueños de amor italianos, monedas en la fuente, vacaciones en Roma o Capri con Maruzella y Diana. ¡Cuántas historias en la mente adolescente transformándose continuamente en maravillosos sueños! ¡Cuántas quimeras en Venecia, París, Roma o Nueva York!. Luego, un primer y efímero sueño de amor adolescente nacido en guateques de azotea al ritmo de Carosone, Marini, Anka o Latinos. Ilusión de un futuro que haría realidad todos los sueños y nos igualaría a los galanes de las películas. Dinero, futuro, coche, viajes, amor; todo se presentaba cual maravilloso escaparate.

Inesperadamente y al ritmo de "rock and roll" que como algo mágico nos llegó desde una ciudad norteamericana llamada Menphis, nos enteramos que ya éramos adultos cuando nos colocan un uniforme de soldado que, al quitarlo pasado un tiempo, nos deja al descubierto un mundo muy distinto al que soñamos, invadiéndonos un sentimiento de frustración al descubrir que todo lo que soñamos eran sólo eso: sueños.

¡Sí, sí, cantad, soñad niños pobres! Pronto al amanecer de vuestra adolescencia la primavera os asustará como un mendigo, enmascarada de invierno. ¡Vámos Platero!

Esta es una simple historia de la sencillez de una infancia y adolescencia, la de un ser como otro cualquiera al que se le puede llamar vulgar, como vulgar y sencilla es la vida de la mayoría de las personas. Simplezas quizás, pero que son hermosas, porque llenan el alma en el recuerdo y ello forma parte de la propia existencia.

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