El cuarto de muestras

"Antes había menos cirrosis que ahora"

  • Diego Salas Gallego, ex administrativo de Sandeman durante treinta años

En la bodega jerezana y entre sus oficios, los de los miembros del escritorio eran varios y especializados. Si el bodeguero cuyo negocio empezaba a crecer de lo primero que se aprovisionaba era de un buen contable, que acabaría siendo normalmente su "jefe de escritorio", que necesitaría pronto de un buen amanuense que con buena caligrafía y claros números registrara con tinta y plumilla en los libros oficiales de contabilidad los devenires del negocio. Luego, si empezaba a exportar, necesitaría "un inglés". En el caso de don Zoilo Ruiz-Mateos, en 1956, en su tercera bodeguita de la calle Porvenir, su 'ingles' fue Claus Novack, un danés, y Blasco Ibáñez describe como tal a Sandoval, un republicano coprotagonista de 'La Bodega'. Hace 55 años se podían ver a escribientes con visera y manguitos en altos pupitres. En la bodega de Enrique Bobadilla y Hnos., en la calle Cristal, había una hermosa imprenta para hacer etiquetas caseras y rótulos y estaba a cargo de ella uno de los sobrinos y escribientes, Manolo Simó. Luego tras treinta años, llegaron las máquinas de escribir eléctricas, los télex y los primeros grandes ordenadores. Sólo en el año 1983 llegaron los primeros faxes con los funcionarios de la expropiación de Rumasa.

El escritorio pasó a llamarse la oficina y fue dotada en algunos casos de una pequeña centralita telefónica, las primeras mujeres 'de a bordo'. Luego llegarían las primeras administrativas y secretarias. El administrativo, en sus primeros pasos en la oficina, ejecutaba los listados de 'pesos', el pesaje de las botas para la exportación, para el costo de los fletes. Era un martirio para quien se le encargaban, tan sólo cuadernillos de números para los muelles y aduanas. Algo poco creativo.

Diego Salas Gallego (Jerez, 1943) perteneció a ese gremio de la bodega de profesionales de trabajo silencioso y callado que, sin embargo, era clave fundamental de la organización y funcionamiento de las bodegas. Eran -y son- los administrativos. Jerezano de la calle Escuela, desgrana en esta entrevista muchos de sus recuerdos en la bodega de Sandeman, la del don de la capa negra, con corazón partío entre Jerez y Oporto.

-¿Cómo aparece en Sandeman?

-Mi abuelo fue capataz de la compañía; antes había sido capataz en la bodega de Pedro Simó. Mi padre era litógrafo, pero no aguantaba las tintas de la litografía y, a través de mi abuelo, entró en Sandeman. Y, años después, entré yo, que estuve durante treinta años como administrativo hasta mi prejubilación, con sesenta años. Yo siempre tuve mucho interés en conocer la historia de los Sandeman. Sabía que mi abuelo entró después de arder la bodega en 1912. Se mantuvo como capataz durante veinte años.

-¿No aspiraba a más en la bodega?

-Es que las circunstancias no eran las más idóneas. Hice los estudios superiores pero no tuve oportunidad de dedicarme más al estudio. Mi padre estuvo en la imprenta de Manuel Salido, en la calle Judería, que ya no existe, pero mi abuelo le consiguió un cargo simbólico, como se hacía todo entonces. Le nombraron arrumbador, aunque no era profesional de las bodegas, y hacía la función de administrativo. Luego entré yo.

-¿Y antes de aquello?

-Bueno, yo pasé algún miedo en la bodega. Me metieron en el depósito de farmacia y productos químicos de Fernández González SA, de Sevilla, en la calle Rosario, hasta que logré, con treinta años, ingresar en la bodega de la calle Pizarro como administrativo.

-¿Qué le hubiera gustado ser?

-Yo siempre quise ser un buen químico. Por Sandeman pasaron muy buenos químicos. Uno que recuerdo bien fue Rodrigo Ruiz de Villegas. También trabajó en la bodega Ramón Rodil, un hombre que, pese a que no tenía título, conocía el jerez como nadie. Era un hombre inteligentísimo. Muchos acudían a él para pedirle consejo. En una ocasión, trajeron una bota para que la reconociera. Él metió la nariz y dijo: 'Este vino está muy bien, pero está 'apuntado'; en la bota debe de haber de haber algo de hierro'. Miraron, buscaron, rebuscaron la bota... hasta que encontraron una puntilla. Estos profesionales eran increíbles. Tenían un grandísimo olfato.

-¿En qué consistía su trabajo?

-Yo he hecho de todo en la bodega. Era administrativo, pero también acompañaba en la bodega, recibía a visitas para conocer las instalaciones, o el funcionamiento de la vendimia. Mi querido director era Hugo Hungrid, que me dijo un día: 'Estos ingleses, aunque tú no sepas inglés, te enseñan la bodega'. 'Es que tengo muchas cosas que hacer', le dije. '¿Te mando yo? Pues déjalo todo y yo te la enseño'. Mi último director fue Jorge Mundt. Tengo muy buenos recuerdos, y también malos, con la caída de la compañía.

-¿No era una labor aburrida?

-Es que tampoco era monótono. Al menos, para mí, era ameno y variado. Lo que más me gustaba era su diversidad. Era muy variado.

-¿Recuerda aquellos buenos tiempos?

-Recuerdo el movimiento que había en las épocas de bonanza: Interminables labores de carga y descarga, coincidiendo con el 'boom' de ventas, multitud de camiones cargados para la venta nacional y el exterior de vinos y brandies. Ahora me da lástima. Pasé por la calle Pizarro un día y me ofrecieron un apartamento. Yo les dije: Ahí donde ustedes están construyendo, que luego fueron las bodegas de cognac de Sandeman, era antiguamente una huerta donde mi padre, con una contribución, recogía cada temporada tomates y lechugas.

-¿Tiene aún el gusanillo?

-Hoy mismo, en unas reuniones que tenemos, Paco Pérez, antiguo relaciones públicas de Pedro Domecq, nos explicaba el funcionamiento de un alambique, el proceso de transformación de la uva en alcohol. Claro, el último alcohol, el más concentrado, era el mejor, el de 65 grados, el de holanda, que servía para hacer el buen cognac y brandy. Cierto día vino un conocido del norte a conocer la bodega. Le enseñé el alcohol de holanda, que tras la oxidación había cogido un color de oloroso joven, muy pálido. 'Si esto es como el vino casi', dijo. Se tomó dos copas. La cara se le puso como un tomate. Si no le damos una copa de pedro ximénez, que es el antídoto, se nos muere.

-¿Su vino predilecto?

-El fino. Los olorosos son más gordos y menos indicados para beber mucho. El fino es más digestivo y se va antes. Te tomas dos copas de oloroso y hay que comer mucho, al contrario que con el fino, que te tomas ocho y pues comer menos. Bueno, ocho es una barbaridad.

-¿Se bebía antes mucho en las bodegas?

-Se bebía mucho pero se bebía seleccionando el vino, no cualquier cosa. Para mí, entonces, el mosto y el vino eran de más calidad que ahora. Después acabaron seleccionando un vino determinado, con menos alcohol para evitar más daño. Pero yo creo que antes había menos casos de cirrosis que ahora, cuando se beben más compuestos.

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