Los jardines con rosas
Tribuna libre
Como sabemos por el Génesis, el ser humano nació en un precioso jardín, en el Edén, que debió ser un espacio sobrenatural, claro, lleno de sicómoros de higos rojizos y plataneros con piñas colgantes que serían ideales para los monos que por allí saltaban de rama en rama; parrales de grandes hojas, estupendas para tapar ciertas partes del cuerpo, cascadas rodeadas de helechos y lagunas de aguas limpias donde bañarse desnudos; árboles gigantes, centenarios, repletos de pájaros exóticos que no paraban de cantar todo el santo día y un montón de arbustos rebosantes de frutas maduras, bayas de colores y flores, que no paraban de nacer en las yemas tiernas y de brotar, alegres, cerca de los arroyos. Y desde luego había manzanas, aunque siempre he pensado que lo que crecía en paraíso terrenal era una luminosa viña y que Eva, lo que le ofreció realmente al bueno de Adan fue un racimo de uvas, para que elaborara con ellas un buen vino, seguramente como el de Jerez, porque pecar y perder todo aquello por una simple manzana, me parece, la verdad, la mar de aburrido.
De modo, que al ser humano, lo que le gusta de verdad es vivir, soñar y hasta descansar para siempre en un jardín y a poder ser paradisíaco y desde que empezó a narrar su historia ha tratado de recuperar esos espacios verdes, tan hermosos y que perdimos por un imperdonable fallo humano. Y así, en Egipto, los faraones ya plantaron "jardines de flores de loto", rodeados de palmeras y acacias y en la Persia, la de Darío, se construyeron los famosos "jardines colgantes de Babilonia", que fueron considerados como unas de las siete maravillas del mundo antiguo; los griegos, que eran tan sabios y tan listos, fueron los primeros que definieron el jardín como lugar de "recogimiento y emociones", como espacio "íntimo y más allá del mero esparcimiento" y les dio por plantar en Atenas o Alejandría cipreses rodeados de estanques y estatuas de diosas semidesnudas, algunas tan bellas como la encontrada en la isla de Milo. No se quedaron atrás los romanos con esta visión intimista del jardín y rodearon la ciudad y sus bellas colinas con pinos y paisajes botánicos, con jarrones de mármol y obeliscos, como el fastuoso construido por Lúculo o como la Domus Aurea, del "lírico" Nerón.
Los árabes cultivaron la jardinería y jugaron con en agua durante su estancia en España, creyendo que aquello era la "representación terrenal de su paraíso del Corán" y lo llenaron todo de fuentes, acequias, limoneros que florecían con la luz de la luna, granados, arrayanes y de jazmines encendidos, que olían todavía mejor que los azahares, en las noches de verano. Y aunque en China y Japón hubo jardines minimalistas y en Florencia crearon los laberintos renacentistas cubiertos de setos podados con bojs, tuyas y cipreses recortados, no fue hasta el Romanticismo cuando de la espiritualidad griega se pasó a la "fantasía, a la imaginación, a la añoranza y al paisajismo", a los paseos arbolados llenos de bancos para hablar del amor y ver las hojas de los sauces, de los tilos y fresnos cayendo en el otoño y cubriendo el agua de los estanques, llenos de ranas. El jardín, entonces, se acerca desde los palacios al hombre, se hace municipal y aparecen las alamedas, las ramblas, los jardines botánicos, los parques y hasta los jardines verticales, similares a aquellos colgantes de Babilonia, de 1.500 años A.C., un nuevo paraíso para los humanos, un espacio nuevo para poder respirar y para atreverse a soñar.
Y entonces, casi a finales del .XIX, a un jardinero llamado Gillot, se le ocurrió mezclar las variedades cultivadas de rosas antiguas, las de siempre, con las de té híbridas y pone de moda en toda Europa a las rosaledas. La reina de las flores, el símbolo del amor, ligada a Afrodita, a Venus y hasta a la misma sangre de Cristo, se convierte en el modelo de la jardinería avanzada y de obligada implantación en todas las ciudades importantes. En 1894 se crea en Francia el Rosedal del Valle del Marne, considerado, con sus más de ocho mil especies, como el inicio de un rosario, nunca mejor dicho, de rosedales que invadieron el mundo. Como el European Rosarium de Alemania, el parque del Retiro o los rosedales de Palermo en Argentina, el Comunale de Roma y el Aramaki de Japón, todos de una extraordinaria belleza, llenos de arcos exuberantes de rosas de pitiminí, de trepadoras y especies de todos los colores, incluida la 'imposible' rosa negra. Un espectáculo para los sentidos, aún más grandioso, con perdón, que el propio paraíso terrenal, que al fin y al cabo solo era una viña, aunque deliciosa, como las que rodean a Jerez.
Es realmente curioso, que en 1902, apenas 8 años después de que se ideara la primera rosaleda del mundo, se inaugurara en Jerez el parque González Hontoria, y que se plantara allí un 'Jardín de la Rosaleda', con múltiples especies y variedades de rosas de todos los colores, rodeadas de cipreses que formaban arcos y separaban las distintas bancadas, que eran regadas a 'pie', para evitar el agua directa de las mangueras, perniciosas para tan delicada flor. En aquel espacio botánico, tan coqueto, también habían algunos lirios acuáticos, papiros y nenúfares en la pequeña fuente situada a la entrada y todo estaba cuidado con esmero, limpieza y sensibilidad y en los paseos de albero, que rodeaban los rosales y cubiertos de la sombra, siempre amable, de las jacarandas, se pusieron bancos para enamorados y algunas esculturas blancas, algo más modestas, pero como los de primeros jardines griegos.
En los parques de todo el mundo y también en las rosaledas, existen kioscos o casas de bebidas, donde se expenden refrescos, limonadas, helados o chucherías para los niños. También vinos, cervezas y alimentos variados, necesarios para reponer las 'fuerzas' a sus visitantes. En las terrazas de estos bares de parque, se suelen reunir escritores, pintores y artistas de todos los tipos, buscando en recogimiento, la inspiración, la luz o el canto de los pájaros.
Como en las 'Tullerías', de París o en los kioscos del parque María Luisa, en la Rosaleda Jerezana, existió un bar-garden, desde los mediados del s.XX. Lo servía Benjamín, un restaurador santanderino, que reformó la antigua casa del guarda y la convirtió en uno de los lugares más frecuentados, especialmente en los mediodías de los fines de semana y donde podían degustarse los mejores finos y olorosos de la ciudad, acompañados de una extraordinaria ensaladilla y de unas croquetas insuperables.
El bar de la Rosaleda permaneció abierto hasta finales de los años 70 del siglo pasado. Se perdió, como los mismos rosales, como aquellos paseos románticos llenos de parejas y de niños por todas partes. Pero no se perdió el espacio, ni la arboleda, ni la luz, ni los pájaros, ni el espíritu ni la alegría de compartir una copa de buen fino de Jerez, oliendo desde cerca la fragancia de las rosas. Ahora, con la apertura de Hontoria, Garden-Bar, se ha vuelto a recuperar no solo un jardín, un rosedal, sino nuestro paraíso de siempre. Disfrútenlo.
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