El ogro del Cuco
Galería del crimen
El 21 de junio de 1981 un vagabundo encontraba en un descampado de Jerez el cuerpo carbonizado de una niña de 9 años l Su asesino fue descubierto cinco años más tarde en Cáceres
LOS cuentos infantiles son espeluznantes. Hay lobos, brujas y ogros que secuestran, cocinan y se comen a los niños. Raquel tenía seis años y terrores nocturnos en 1981. A la salida del colegio del Cuco de Jerez una hilera de niñas como Raquel, vestidas con jersey azul y peto príncipe de Gales, daban un rodeo en torno a un eucalipto caído. "Era un lugar maldito. Yo no recuerdo si sabía muy bien lo que había pasado, creo que no, pero sí recuerdo esa sensación de misterio y miedo en torno a ese eucalipto. Si preguntas a cualquier antigua alumna del Cuco, te contará lo mismo. Tenía pesadillas por la noche con ese lugar". Raquel tiene ahora 35 años y ya sabe que en ese lugar en el que ahora se levanta una urbanización de chalés fue donde apareció en junio de 1981 el cuerpo carbonizado de María del Carmen Merchán, de 9 años, una niña pizpireta que vivía en el cercano Polígono San Benito. Como las niñas de los cuentos, salió un día de la casa de una amiguita con un bocadillo de filete en la mano y ya no volvió. Se había cruzado con el ogro y el ogro la mató.
El ogro de nuestra historia vive en una chabola de una finca rústica de Extremadura, en el pueblo de Talayuela (Cáceres). Su nombre es José Barrera. Estamos en 1986 y él, peón de albañil, está sucio, pegado a una barba desaliñada. Ha vivido como un pordiosero, alejado de todo el mundo, sin hablar con nadie. "Una especie de ermitaño", pensaban en el pueblo que era el ogro de la chabola. Se ocupaba de los animales y de unas tierras de labor, pero siempre huraño, de cuando en cuando borracho en su soledad.
Hace cinco años, en el 81, las cosas no eran así. Barrera, entonces, vivía en Jerez, era vecino de Maricarmen, la niña que hablaba con todo el mundo, que iba saltando de un portal a otro. El 7 de junio del 81 Barrera celebraba su cumpleaños del mismo modo que celebraba el resto de los días del año: a golpes de cerveza y coñá. El 8 de junio despertó con resaca y con toda la barriada revolucionada. Maricarmen había desaparecido. Barrera se convirtió en un vecino más que mostraba su indignación, que participaba en las tareas de búsqueda. Se movilizó Andalucía. Las fotos de Maricarmen podían estar en un supermercado de Sevilla o en una verdulería de Málaga. ¿Quién la había raptado?
Pedro, basurero, y Antonia, ya mayores, como los padres de los cuentos, tenían en Maricarmen la alegría de la casa. Había llegado como un regalo sorpresa, cuando ellos ya no esperaban tener más hijos. Era mimada no sólo por ellos, sino por todo el vecindario. "Su amistad con todo el mundo levantaba recelos en algunos", había llegado a decir Pedro, que no se explicaba la desaparición de su niña. Durante quince días se hicieron batidas por todo Jerez. Y si no aparecía era porque se la habían llevado.
El domingo 21 de junio de 1981 el bochorno despierta a un vagabundo que se ha construido un dormitorio de cartón en el descampado cercano al colegio. Empieza a buscar el desayuno en los minivertederos que hay por las esquinas hasta que llega al eucalipto. Hay algo entre las raíces bajo una lámina de moscas seseantes... Ayyyy, señor mío.
Lo que halla la policía entre las raíces es un compacto trozo de carne quemada del que salen algunos pelos rubios. No se distingue la cara, pero es una niña, es Maricarmen. El duelo en la barriada de San Benito se transforma en ira. En el entierro, ante el diminuto ataúd blanco, se escuchan gritos de ¡queremos justicia! Uno de los que más grita es José Barrera. Muy cerca de él está Miguel Barea, un ex policía. Miguel no grita porque está llorando. De su casa había salido Maricarmen la noche del 7 de junio para no volver. Maricarmen era la amiga íntima de su hijita, pasaba horas y horas en su casa. Creyó que podría encontrarla, acudió a una adivina que le dijo "reza porque la niña está falta de luz", lideró las batidas de búsqueda e incluso estuvo en las inmediaciones de ese eucalipto, pero no vio nada. O no quiso ver nada porque estaba convencido de que Maricarmen estaba viva. Para Miguel empezaba el calvario.
Primero sólo fueron miradas. Transcurría la investigación y no se daba con el culpable. Y las miradas se hicieron insultos. Se encerró en su casa. El vecindario, a falta de otro, había decidido que él era el asesino. El propio padre le espetó un día la causa: Miguel había matado a Maricarmen para vender sus órganos. El convencimiento fue creciendo con el tiempo de tal manera que cinco años después de los hechos fue abordado por el padre, los hermanos de Maricarmen y otros amigos. El encuentro se zanjó con una puñalada.
Pero la policía sabía que Miguel no era un criminal. El caso atormentaba al inspector Miguel Rodríguez, no se lo quitaba de la cabeza. En enero de 1985 decide reabrir el caso. Vuelve al barrio, va casa por casa. "Ya conté lo que sabía en comisaría", era la respuesta en cada portal. "Da igual, cuéntamelo otra vez". Existía la convicción en el barrio de que el asesino seguía entre ellos y Miguel era el chivo expiatorio. Pero no estaban todos los vecinos de entonces. Rodríguez cotejó nombres. Faltaba al menos uno. ¿Dónde estaba José Barrera? ¿Barrera? La gente se había olvidado de él. "Se fue al poco de que se produjeran los hechos. Desapareció y nunca más se le vio". Un vecino se presenta una tarde en comisaría, quiere hablar con Rodríguez: "Yo vi esa noche a la niña en compañía de Barrera". Un destello en la mirada de Rodríguez. "Barrera es nuestro hombre, pero ¿dónde está?".
Hay una orden de busca y captura en toda España. Es el peor momento para que el ogro salga de su guarida. Y, sin embargo, lo hace. ¡Lo hace para renovar el DNI! La policía de Cáceres llama a Jerez: "Tenemos a vuestro hombre". El ogro no parece sorprendido cuando es detenido. "Más cárcel es esta chabola que la misma cárcel". Lo confesó todo. La noche de su cumpleaños, en su borrachera, Barrera se transformó en un monstruo. Se llevó a Maricarmen, que le había saludado alegremente de regreso a casa, intentó violarla, la golpeó en la cabeza (él creía que accidentalmente) y, al verla muerta, decidió esconder su cuerpo. Al día siguiente, cuando vio desde su resaca a todo el barrio agitado, volvió al lugar con un bidón de gasolina y prendió fuego al cadáver. Después, el ogro esperó mascullando su crimen el momento adecuado para refugiarse en su guarida y preñar de pesadillas los sueños de las niñas del Cuco.
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