OBITUARIO

Hasta siempre guapo

Faustino Rodríguez.

Faustino Rodríguez. / Miguel Ángel González

Aquellos que conocimos a Faustino, hoy sentimos que todo lo que se diga para engrandecer su figura nos parece poco. Por sus méritos como artesano del buen comer y arquitecto del mejor ambiente, pero también por la imagen que ha proyectado sobre quienes ni le conocieron y que ha convertido a esta gran persona en una leyenda viva. No perdió ese humor tan suyo ni en cada una de las crisis que le persiguieron: “Es la primera vez que voy al hospital sin que me duela nada”, dijo antes de su último viaje al Clínico. Nos relató su enfermedad —la del alma y la que le arrebató la salud— con tanto realismo y tanta humanidad, que algunos quisimos pensar que los milagros existen, mientras él se despedía de quienes le quisieron, trivializando el calvario que estaba pasando con toda la ternura que se puede abarcar.

Faustino Rodríguez Marín siempre temió no superar los 62 años de su padre, pero por fortuna nos acompañó hasta cumplir los tres cuartos de siglo. Ha sido un personaje irrepetible forjado por el esfuerzo, que conoció las entrañas de esta ciudad como nadie. Exagerando, como a él le gustaba, se podría decir que Faustino era Jerez. Te podía contar tu propia vida mejor que tú. “¿Y en serio que le enviaba papas aliñás y berza a Julio Iglesias a Miami?”, preguntaban en su funeral. Imposible saberlo, pero podría ser. Porque cuando visitaba a los jerezanos de la diáspora, en Madrid, lo hacía cargado de alcachofas y Tío Pepe, y a Manuel Alejandro, artista de los artistas, nunca le faltaba la berza con su pringá. Contaba que Julio Iglesias se puso hasta las manillas una vez que las probó en casa del compositor. Pero de ahí hasta Miami...

Faustino era Jerez porque le gustaba a ratos ronear con sus perfumes caros y sus camisas y jerseys de colores imposibles. Veía la vida de color pistacho, azul chillón y rosa. Y así se la contaba a sus clientes y amigos, metiendo sopa en casi todos los platos: “Niño, prueba esto, lo ha hecho mi suegra”. Una vez le relató a Rafael Plaza que tras compartir con una pareja algo de queso, pescaíto y las albóndigas, les preguntó qué más querían comer, y le dijo el buen hombre: “Algo que a usted no le guste”. Faustino celebraba todos sus platos como si no hubiera un mañana. Pero si le dolía su negocio, más le preocupaba su ciudad: “Fíjate —comentaba recientemente en la esquina de Porvera con Cristina— que todos los turistas pasean por aquí y que vean cómo está todo...” “Pero mejor me callo que van a decir que hasta malo estoy rajando”, bromeaba.

Estos últimos tiempos se le vio feliz, como si hubiese logrado enterrar todo resentimiento con la vida, saboreando las cosas más pequeñas, preparando la ensalada en casa y coloreando con sus nietos. Parecía dejar atrás por fin los peores años de la crisis, cuando a veces lamentaba la ausencia de algunos amigos en el bar. “No vienen ni convidando”, se resignaba. Echaba en falta a su gente. Y no sabía que la vida le tenía preparado un golpe mucho más duro, el más cruel para unos padres. “¿Pero tan mal me he portado contigo, ‘pichita’, para que ahora me hagas esto?”. Su hija Cristina siempre estuvo en su mente y el corazón. Y Faustino le hablaba a Dios como al churrero de la plaza. Era transversal y le daba su sitio a todo quisqui, hasta al que se le atragantaba: “Adiós guapo, te fusilen”... Sólo él fue capaz de reunir a los cuatro alcaldes de la democracia bajo el mismo techo, durante su despedida en Santo Domingo.

Faustino era Jerez porque bailaba en una losa y le gustaba el cante por derecho más que comer con los dedos. Fijo que El Peri ya lo ha dibujado junto a Lola, Terremoto y La Paquera sirviendo fino frappeado. También era internacional y conocido allá donde fuera. La Guía Michelin no le puso nunca falta al rey de las alcachofas ni a sus premios nacionales de tapas. Pero sobre todo fue un adelantado de su tiempo. Sin darse cuenta, sus guisos y tapas, la cocina de este tasquero que siempre presumía de no saber encender un cerillo, conquistó todas las mesas, las plazas y ferias, desde el centro de la ciudad a Sevilla, convirtiéndose en el mejor embajador de Jerez y del jerez, siempre con sus vinos por bandera. Le valía cualquiera, como heredó de su padre, a condición de que se sirvieran “con matrícula de Cádiz, frescos de bodega y fríos de nevera”.

Desde que inauguró junto a sus amigos, ¡en 1966!, la primera caseta de mampostería en el Real de la Feria, imprimió su enorme personalidad al negocio de cobrar, que era lo que mejor se le daba, según reconocía. Él mejor que nadie supo radiografiar las carteras del personal. Siempre cobraba igual, pero nunca cobraba igual. Faustino nos enseñó que en la Feria se pueden hacer las cosas bien o de gran categoría, con aire acondicionado para que no falte ni gloria. Y suyo fue el primer reservado del que hoy presumen en todas las casetas, también en Sevilla, con mesas de mantel de hilo, como le gustaba repetir.

Fau, como le llamaban los íntimos, era un tipo hecho a sí mismo alimentado con un sinfín de vivencias. Le avalaron el talento y el trabajo, pero quien no haya oído hablar de su enorme corazón, de sus puertas abiertas para hermandades, peñas flamencas, asociaciones y todo tipo de entidades sociales, no lo conocía. A las 9 de la mañana ya había invitado a desayunar a media calle Larga, y a mediodía era el rey de los disparos: “Pon media allí, y allí, y allí”, rememoraba estos días Andrés Cañadas. También era el más rápido e ingenioso en la conversación: “A ver quién es el guapo que abandona la reunión el primero”, solía decir con su chispeante y habitual socarronería. Cortaba las frases como se corta la cerveza en La Moderna y El Torta cortaba las bulerías: “¡Ome por favó!. Su estampa, a media mañana, empujando a diario al personal y sobre todo al visitante hasta su mesa con una habilidad innata y siempre con la palabra Jerez en la boca era todo un clásico, quizá la razón principal por la que fue reconocido como el hijo predilecto de todos los jerezanos.

Echó los dientes en una Jerez que trataba de sacudirse el hambre y la posguerra a duras penas, cuando la ciudad ya olía a vino por los cuatro costados. En ese ambiente mamó la vida y captó su esencia como una esponja. Cumplidos los 16 años, empezó a trabajar de botones en el Casino Jerezano, un hervidero de gente de acá para allá. Entretanto, los fogones de su madre no paraban. El Bar Juanito, inaugurado en el 43 en la plaza de la Yerba, no podía esperar, y a mediodía Faustino llevaba al bar las tapas que preparaba su madre en casa. Un olor inconfundible impregnaba la atmósfera para anunciar a todos el sabor de la casa. Lo que su padre inauguró como un tabanco se convirtió por mandato popular en un genuino bar de tapas. A él le gustaba definirse como “un tasquero”. La manteca en la sartén, el laurel y el vino no faltaban en sus guisos: las mollejas, los pajaritos, la costilla... Entonces la vida olía y se palpaba con los cinco sentidos. Y aunque el jamón sólo llegaba a casa del pobre cuando se ponía malo, la felicidad llenaba casi todas las calles de la ciudad. “Ahora es muy difícil pasar del jamón al chope”, reflexionó un buen día, cuando le pregunté por la crisis de 2008.

Bar Joaquín de la Española, Bar Pepín, el Nuevo Bar, el Gallo... La edad de oro del cante se fundió con la mejor escuela de hostelería, de la que aprendió nuestro Fau. Todos atendidos por profesionales de primera como son el Candela, el Pinto, Pinteño, Pepe Papanata, Alfonso... Las mejores fuentes para beber. Faustino ya desde muy joven comenzó a hacer patria de Jerez en Jerez, lo que es casi imposible. “Ustedes lo cogen, ¿verdad nene? Escucha, qué te iba a decir. ¡Viva mi pueblo, joé! ¡Qué buena gente y no tiene un duro!” La conservación al natural era su fuerte. La copa en la mano y la lengua arrolladora y afilada. También es tontería imitarle porque como Faustino no nacerá otro, con la señora del babi blanco detrás, siempre callada y atenta, su esposa Carmen, su mejor negocio, su receta mágica.

El Bar Juanito fue el primero en revolucionar el centro ocupando su actual sede en Pescadería Vieja en 1983. Desde casi el primer día, sin perder esa sonrisa tan suya camino de la carcajada, las tuvo tiesas con el Ayuntamiento en unos tiempos que le enseñaron a pensar a lo grande y en los que se ganó el cariño de todos, desde el primer concejal hasta el último ordenanza, pasando por un Pacheco, que aún no se quiere creer su pérdida. Otra persona clave en su vida, y no sólo por su nombramiento como Rey Mago, en 1992, o porque lograra un acuerdo para la necesaria ampliación del negocio, fue Manuel Ángel González Fustegueras, uno de sus grandes amigos, casi su hermano, porque le abrió los ojos y también muchas puertas.

El niño que empezó fregando vasos y copas junto a su padre, haciendo mandaos en el bar y a la vez en el Casino, soplando los anafes de carbón y recorriendo todos los rincones de la Plaza, se ganó la amistad de todos gracias a su especial afecto, ese don que ni se compra ni se vende y que hacía que uno sintiera la necesidad de perseguirlo donde fuera cuando la inspiración le acompañaba. Su mano izquierda, su vocación de servicio y su gigantesco sentido del humor siempre le retrataron, de ahí que más que a comer o a tapear, íbamos a su casa a oír sus historias y anécdotas, porque le gustaba reírse hasta de su sombra y beberse la vida en cada sorbo. La hostelería ganó con él un gran tasquero, pero las bodegas perdieron a un magnifico comercial de vinos. Y aunque sus pasiones eran los toros y el dominó, lo que más le gustaba era la fotografía, es decir, le encantaban las fotografías con personas que le han marcado.

Faustino era Jerez porque Jerez inventó de la mano de sus bodegas las relaciones públicas y la elegancia en el servir, ese don de gentes que él logró convertir en la madre de todas sus salsas.

¡Ay que te quiero!

Adiós guapo.

Hasta siempre.

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