Caídos... por España

Galería del crimen. Capítulo 9

El escritor jerezano Manuel Moreno fue una de las víctimas del defenestramiento que practicó la policía franquista tras el atentado al dictador en San Sebastián en 1962. Arrojaban a los presos por las ventanas

Caídos... por España
Miguel Guillén
Pedro Ingelmo

15 de junio 2024 - 07:00

El 23 de febrero de 1963 Diario de Cádiz publicaba una pequeña nota en la que se podía leer: “Un recluso de la prisión de Jerez, gravemente herido al arrojarse desde una ventana”. Aquel ‘preso’ en cuestión era el joven escritor jerezano Manuel Moreno Barranco y a su nombre se le unirían otros que durante el franquismo se caían por las ventanas de las comisarías, como Rafael Guijarro o Enrique Ruano.

En el caso de Manuel Moreno, que tenía entonces 32 años, ni siquiera estamos hablando de un destacado militante antifranquista. Más bien nos encontramos con un hombre con la mala suerte de cruzarse con la persona equivocada en un día equivocado en un lugar equivocado. Esa persona equivocada tiene nombre: se llamaba Manuel Sotomayor. Con origen falangista, acababa de ser ascendido a inspector de primera como premio a sus estrategias de interrogatorio. Y a Sotomayor se le metió entre ceja y ceja Moreno Barranco.

El padre de Manuel Moreno era un adelantado de su tiempo, un hombre moderno que seguía la doctrina del naturismo y que se supo presa de los falangistas cuando tomaron la ciudad en el verano del 36, por lo que huyó hacia Grazalema y nunca se supo más de él. Es casi seguro que no sobrevivió mucho tiempo y sus restos descansarán en algunas de las numerosas fosas por descubrir de la serranía de Ronda. La madre de Manuel montó una lechería y él, en cuanto pudo, se puso a trabajar. A los 16 años ya era un empleado del Banco de Jerez y dos años después, en 1950 contrajo la tuberculosis, lo que le apartó del banco durante un año, que pasó precisamente en Grazalema para aprovechar el aire puro, el último que había respirado su padre en el irrespirable verano del levantamiento.

Manuel Moreno, con su amigo Luis, en las minas de Ríotinto.
Manuel Moreno, con su amigo Luis, en las minas de Ríotinto.

El abuelo de Manuel por parte de madre, Joaquín Barranco, era un conocido bibliófilo que llenó el año tuberculoso de su nieto de libros. Manuel se entusiasmó con la lectura y en esos días nació su ambición literaria. Estaba convencido de que para lograr su sueño tendría que instalarse en la ciudad donde estaban todos los escritores, en Madrid. Allí encuentra un precario trabajo en el Banco Popular que le da para lo justo. Pero aprovecha el tiempo escribiendo en casi todas sus horas libres, acudiendo a la tertulia de los primeros existencialistas patrios en las Cuevas del Sésamo o acompañando a su otro amigo jerezano, Manuel Alejandro, que entonces trabajaba de pianista de boite en boite.

Un prometedor escritor

Sus esfuerzos se ven recompensados y en 1957 publica por primera vez. Lo hace en la editorial Aguilar y es un compendio de relatos que él titula “Revelaciones de un náufrago”. Su escritura no es política, aunque se empieza a interesar por la novela social que se está poniendo de moda en aquellos años. Sus gestos de rebeldía antifranquista son poco más que simbólicos, como enviar sus cartas con el sello con el retrato de Franco boca abajo.

Dos años después se lía la manta a la cabeza y se marcha a Londres para aprender inglés, pero el ambiente allí no le convence. No conoce a nadie ni nada con lo que ganarse la vida, por lo que decide dar el salto a París. Tampoco es que allí le vayan mucho mejor las cosas, pero al menos hay españoles. La Estafeta Literaria le ofrece algún trabajo, como cubrir la exposición de unos pintores españoles en una galería parisina. Vive una vida bohemia, donde apenas tiene para comer, pero se siente un artista.

Es por entonces cuando se conocen sus primeros escritos en revistas de izquierda como Solidaridad Obrera, pero eso no dura demasiado tiempo porque en 1960 ha conseguido entrar de prácticas en el Banco Francés de Agricultura y está enfrascado en la construcción de su primera novela, "Arcadia Feliz". Él ya se encuentra bien asentado en París, e incluso se echa una novia parisina, Suzanne. Ya maneja con soltura el francés y lee en en su idioma a Albert Camus, que le apasiona.

En el verano de 1962 le situamos en Barcelona, donde está en negociaciones con Seix Barral para publicar su novela, que es una denuncia social de las condiciones laborales en Jerez, pero resulta que la editorial acaba de publicar otra novela de parecida temática de un jerezano, un tal Caballero Bonald. La novela es "Dos días de setiembre". Fugazmente, Manuel se embarca en otro proyecto y viaja a las minas de Ríotinto para conocer de primera mano las condiciones laborales de los mineros. Piensa en documentarse para que su siguiente novela transcurra en ese escenario.

El atentado

Enfrascado en sus intentos de publicar, Manuel no se enteraría de que los petardos que habían estallado en agosto en San Sebastián de los que informaba la prensa eran en realidad un atentado bastante chapucero que había intentado acabar con la vida de Franco mientras pasaba sus vacaciones en el Palacio de Ayete. Y tampoco sabría -porque él no se movía en esos círculos- que existía una organización llamada Defensa Interior, a la que se le achacó el atentado. O que aquel atentado movilizó a todas las fuerzas de seguridad a la caza de comunistas, a pesar de que Defensa Interior era una organización anarquista. O que había un miembro del Partido Comunista, Julián Grimau, que iba a pagar el pato, que fue detenido y le pegaron tal paliza que consideraron que la mejor manera de ocultar las lesiones era crearle otras nuevas arrojándole al vacío por un patio interior de la comisaría central de la Puerta del Sol. Y que como ni por ésas lo mataron, orquestaron un juicio y decidieron fusilar el guiñapo de su cuerpo unas semanas después. Como no se encontró a ningún militar profesional dispuesto a engrosar el pelotón de fusilamiento, el mismo Franco dio la orden de que jóvenes reclutas de reemplazo se encargaran de la ejecución.

Las navidades se echan encima y es cuando decide volver a Jerez para pasarlas junto a su madre y su hermana. La provincia de Cádiz vive esos días casi en estado de alarma por las huelgas en el campo que desafían al régimen, sí, pero sobre todo a las condiciones semiesclavistas que por entonces se daban en el agro de la zona. En esos días retoma su amistad con Luis Pérez, ocho años más joven que él, que dedica su tiempo a combinar el servicio militar en San Fernando con su militancia comunista. En la máquina de escribir de Manuel escriben textos contra el régimen que distribuyen como panfletos en el propio cuartel donde hace la mili Luis. Esta infantil acción revolucionaria tiene sus consecuencias y empiezan a aparecer en el interior del cuartel pintadas antifranquistas, lo que genera un considerable revuelo. Luis es señalado como el instigador y va de cabeza a los calabozos del cuartel.

Manuel sabe que su amigo Luis ha metido bien la pata y trata de desligarse. Entrega la máquina de escribir de donde han salido los panfletos a un amigo y no se equivoca porque a las pocas horas aparece en casa de su madre una brigadilla a ponerlo todo patas arriba. No encuentran nada. Pasan las semanas y Manuel cree que todo está lo suficientemente calmado para recuperar su máquina. Cuando regresa a casa cargando con ella un policía lo ve y da la voz de aviso.

El escritor es detenido, aunque no se le explican los cargos que hay contra él. De la comisaría es trasladado a la cárcel de la Asunción, donde Sotomayor se hace cargo personalmente de los interrogatorios. Manuel poco puede decir porque en realidad él no conoce a nadie ni forma parte de ninguna célula comunista ni nada parecido. Por eso, cuando la familia le visita a la cárcel él les tranquiliza: no he hecho nada, no sé nada de lo que me preguntan, no me pueden acusar de nada.

Sotomayor piensa de otro modo y no tiene inconveniente en acudir a la lechería de la madre para decírselo: “Ahora vengo de verlo y de meterle los dedos y ¿sabes lo que le he dicho?: ‘Anda, hereje, que eres un hereje, encomiéndate a Dios, que como él no te salve Él no te salva nadie’”.

La tortura

La noche del 22 de febrero es cuando a Sotomayor se le va la mano. Manuel había sufrido la tuberculosis y tenía los pulmones delicados. Esa noche le habían colgado de los tobillos boca abajo y habían empezado con el ritual de palos en una práctica de tortura muy habitual en las comisarías españolas que había aprendido el jefe de todos los torturadores, el comandante Conesa, de su estancia en Alemania durante el III Reich junto a la policía hitleriana. Casi con seguridad Manuel sufrió esa noche una hemorragia interna de la que ya difícilmente podía salir. Sotomayor, quizá inspirado en lo que habían hecho sus compañeros madrileños con Grimau, pensó que lo mejor era arrojarlo al patio de la prisión y disfrazar el destrozo de suicidio. Y esa es la nota que aparece en los periódicos al día siguiente. Como en el caso de Grimau, Manuel sobrevivió a la caída y fue trasladado al hospital. Cuando los familiares se enteraron -nadie les había informado- Manuel ya había muerto.

Manifestaciones en París contra el franquismo. En la pancarta se incluye el nombre de Manuel Moreno barranco
Manifestaciones en París contra el franquismo. En la pancarta se incluye el nombre de Manuel Moreno barranco

El entierro se celebró con un gigantesco despliegue policial. Pocos se atrevieron a acudir al cementerio, aunque alguien de forma anónima envió una corona con flores rojas. Durante semanas la Guardia Civil vigiló el cementerio para que no se produjeran homenajes ni concentraciones, pero, en cuanto se fueron, un grupo de personas, según revela su descendiente Óscar Carrera en la narración de la historia de su tío abuelo, exhumaron el cadáver de forma clandestina y se lo entregaron a dos doctores para que hicieran una autopsia en secreto. Tomaron las fotos y ahí estaban las pruebas de la tortura: tobillos quebrados. Devolvieron el cuerpo a su sitio y enviaron las fotos a Francia. En el mes de julio, varios meses después de la muerte de Manuel, el periódico conservador Le Figaro sacaba un extenso artículo sobre la muerte de Manuel Moreno y señalaba al régimen de Franco como la vergüenza de la Europa occidental: "La Unión de Escritores por la Verdad acaba de tener noticia de la sospechosa muerte en España del joven poeta Manuel Moreno Barranco. Apresado el 13 de febrero, falleció días después en el hospital de Jerez. La policía avisó a la madre de Barranco que su hijo había intentado matarse tirándose por una ventana de la prisión y que había muerto a consecuencia de las heridas. A ella se le negó la autorización para verlo". Estaba firmado el texto por Clara Malraux -la mujer de André Malraux- y el filósofo Edgar Morin, entre otros. Hubo manifestaciones en París y el régimen reaccionó ese mismo verano con la ejecución a garrote vil de los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado, presuntos miembros de la organización Defensa Interior. Ninguno de los dos había intervenido en el atentado fallido de San Sebastián.

La presión diplomática obligó a que la justicia franquista hiciera un paripé y abriera una investigación que se cerró con la conclusión de que Manuel Moreno tenía antecedentes psiquiátricos. Por su parte, Manuel Sotomayor fue trasladado ese mismo año a Valencia y allí se jubiló muchos años después. No se le abrió expediente alguno.

Al año siguiente un avispado e imaginativo ministro franquista llamado Manuel Fraga organizó la mayor de las campañas propagandistas y el inicio en España de la comunicación política moderna. Fue bautizada como 25 años de paz.

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