A palo seco

Diego Rubichi

Hoy, Jerez, rinde un merecido homenaje que estaba pendiente desde que un caluroso día de agosto del año 2007 nos dejara, en plena madurez, este cantaor gitano perteneciente a una de las familias más representativas del cante de la Plazuela, la de los Agujetas. Su padre, Domingo Rubichi, hermano del Chalao y del Viejo Agujetas, era un extraordinario cantaor de los cantes básicos jerezanos, destacando especialmente, por su torrente de voz, en el cante por bulerías. De él, Diego, aprendió desde niño los secretos de este arte ancestral que fue madurando lentamente en las ventas y fiestas particulares, junto a los artistas que en aquellos años, mediados de los sesenta, ofrecían sus cantes para aliviar las fatiguitas que en aquellos tiempos se pasaban.

Tío Borrico, Manolo Jero, El Troncho, El Batato, El Niño de la Berza, entre otros, arropaban a un jovencísimo Diego, que ya apuntaba condiciones cantaoras que avalaba la cantera de donde procedía.

Lo conocí en la década de los años setenta y ya por entonces me impresionaba la pureza de su cante, los básicos de Jerez: soleares, seguiriyas, tonás, bulerías… En este sentido, Diego, tenía un apego ejemplar al cante verdadero y por derecho. Su voz, con peso y rajo, se prestaba a ello, pero también el convencimiento de que el núcleo trascendente del cante flamenco, se encuentra en los estilos tradicionales del cante gitano. Y ya en 1971, participa en una grabación de referencia: "Nueva frontera del Cante de Jerez", junto a Manuel Moneo, El Torta, Mateo Soleá y Luis de la Chicharrona, entre otros destacados artistas y que fue declarado Premio Nacional de la Cátedra de Flamencología de Jerez.

A principio de la década de los ochenta tengo la suerte de que Diego me distinga con su amistad, que mantuvimos hasta que nos dejó. Lo acompañé a muchas de sus actuaciones por toda España: Madrid, Valladolid, Zamora, Oviedo, Almería, etc., y creo que he asistido a cerca de trescientos de sus recitales en algo más de veinticinco años.

Nunca me defraudó. Diego no sabía cantar de otra manera que no fuera entregarse absolutamente. Recuerdo una actuación en Berja, Almería, en medio de una viña donde se había instalado un pequeño escenario. Lo acompañaba Pepe Ríos a la guitarra y los habían contratado por muy poco dinero. Le insinué que hiciera una actuación "aliviada", que el público, en general, carecía de conocimientos. Me contestó, a su manera, con muy pocas palabras: "Juan, no sé hacerlo de otra manera". Quien mejor lo ha definido como cantaor ha sido, sin duda, Manuel Ríos Ruiz. La crítica que publicó en ABC después de una actuación en Madrid, lo dice todo: "Llega Diego Rubichi, se sienta en el borde de la silla y saca la voz del hoyo hondo y profundo de lo jondo. Hiere".

Valorado más fuera que dentro, era muy querido en Madrid, donde grandes aficionados como Yayo, el ciego de la plaza de Santa Ana, Caroles, memoria viva del flamenco, Ángel Álvarez Caballero, crítico de flamenco del diario El País, José Luis Gálvez, autor del libro:

"Aljibe Jondo", biografía sobre Diego en la que se recogen destacadas opiniones de personas conocedoras del flamenco y de él como cantaor; le querían y apreciaban. En Francia y Japón era igualmente muy valorado, especialmente después de grabar el disco: "Par le Fer et par le Feu", que recoge una actuación en Villeurbanne de 1993.

Era un cantaor rancio, con un afinamiento perfecto. Se conocía extraordinariamente bien y suplía sus limitadas fuerzas con un fraseo lento y profundo de los tercios. Transmitía una rara emoción, a caballo entre la profundidad de su cante y la agonía en la asfixia que a todos nos embargaba. Siempre llegaba y remataba los cantes, pero pasaba, en muchas ocasiones, unas fatigas que no dejaban indiferente a nadie. Cantaor de cuarto y saetero de a pie de paso. Sus fuerzas eran justas pero en el cante verdadero, aquél que tira el pellizco y nos pone el vello de punta, no es lo más importante. Es ese algo más, esa emoción contenida, ese sello que distingue a los cantaores que transmiten, aquellos que poseen

la capacidad de establecer una auténtica comunión entre espectador y artista, lo que les hace grandes. Hora es, pues, de reconocer su calidad artística. Porque su calidad humana, su compañerismo, su humildad, su seriedad y sentido del compromiso adquirido, hace muchos años que todos los que lo tratamos, lo sabíamos. Era un gitano con categoría.

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