Cultura

Enséñale a leer

  • Acantilado reúne en el excepcional 'Breviario de saberes inútiles' 39 ensayos de Simon Leys, en los que el autor belga aborda sus grandes pasiones: la literatura, China, el mar y la Universidad

Breviario de saberes inútiles

Simon Leys. Acantilado, Barcelona, 2016. Traducción de José Manuel Álvarez Flórez y José Ramón Monreal. 578 páginas, 36 euros

"En todos los campos de la actividad humana, el talento inspirado es una ofensa insoportable a la mediocridad. Si esto es cierto en el reino de la estética, en el de la ética lo es todavía más. La belleza moral parece exasperar más que la belleza artística a nuestra patética especie. La necesidad de rebajar a nuestro miserable nivel, de desfigurar, de ridiculizar y de desacreditar cualquier esplendor que se eleve por encima de nosotros, probablemente sea el impulso más deplorable de la naturaleza humana". La cita no es corta, pero merece la pena. Con ella cierra Leys el extraordinario artículo en el que polemizó con Christopher Hitchens a raíz de los ataques despiadados de éste a la Madre Teresa de Calcuta. Y, como las auténticas verdades, trasciende el episodio concreto para revelar uno de los rasgos definitorios de nuestra época y, de paso, sirve de muestra del nivel tan elevado de este excelente escritor belga, cuya figura uno intuye que ha de ir agigantándose conforme los años vayan distanciándonos de su tiempo y los pocos lectores que aún sepan lo que leen (pocos fueron siempre y pocos seguirán siendo, por mucho que ahora haya más leedores que nunca) comprueben, por decirlo con palabras de Flaubert citadas en otro ensayo del libro, que la mierda de la época de turno no es capaz de derribar la fuerte torre edificada con su pensamiento, con sus libros.

Breviario de saberes inútiles es una antología de 39 ensayos, artículos y prólogos de Simon Leys (1935-2014), escritor belga nacido como Pierre Ryckmans, que tras estudiar Derecho se marchó a Oriente, llevado por su afición a la sinología, y se afincó desde los años setenta en Australia, donde enseñó al mundo las verdades del entonces muy respetado, intelectualmente hablando, maoísmo, lo que le trajo algunos contratiempos (entre otros, el menor de tener que usar un pseudónimo para proteger su verdadera identidad; el apellido Leys está tomado de un personaje creado por Victor Segalen, otro sinólogo, además de notable poeta, francés), y donde profesó durante décadas en la Universidad de Sidney (con estancias esporádicas en otras). La antología abarca las cuatro grandes pasiones de este escritor: la literatura (300 páginas), China (200), el mar (50) y la Universidad (10).

Los ensayos sobre literatos, buena parte de ellos publicados en The New York Review of Books, van desde Cervantes hasta Jean-François Revel, pasando por Balzac, Victor Hugo, Chesterton, Evelyn Waugh o Simone Weil. Leys, francófono que escribía perfectamente también en inglés, da un repaso soberbio a un puñado de escritores: Malraux es "esencialmente un farsante"; las grandezas de Balzac y Hugo quizá estén más en la desmesura, muy del Romanticismo, de sus obras que en el cuidado con que fueron escritas; Simenon y Graham Greene fueron tan leídos, en su idioma y en otros, porque no son creadores de estilo sino de personajes, de ambientes, novelistas antes que prosistas; Chesterton es ese "aficionado" cuya falta de profesionalidad hace que su obra aún esté viva, y de qué modo, como André Gide es ese aficionado sin afición, que se cansa de sus propios libros a las cien páginas, lo que acartona sus novelas (aunque, para acartonada, su prosa viejuna, infumable aun en sus alabados, pero marmóreos, indigeribles, diarios); etc. Hasta cuando parece que va a incurrir en un desliz o desfallecimiento, como lo es calificar a RL Stevenson de "autor de segunda fila", a la vuelta de unas doscientas páginas se corrige y recupera el tono y, a propósito de la literatura sobre la mar, ya se refiere al escocés como escritor "soberbiamente cualificado". Sus ensayos literarios son tan buenos que uno tiene la impresión de haber leído libros que sólo le sonaban de oídas o de los que sabe ahora por vez primera. Sus análisis de lo más granado del canon francés son agudos, certeros, bajan de los pedestales, o sacan de los panteones ilustres, a los que tanto propenden nuestros vecinos, a muchos autores intocables, clásicos, lo que no tiene por qué suponer un rebajamiento de sus méritos (algunas páginas traen a la memoria el opúsculo Contra los franceses, de Manuel Arroyo-Stephens, recién reeditado).

Los cuatro ensayos sobre el mar dan cauce a otra de sus pasiones, entrelazada con la literaria, pues reúne el prólogo a una muy celebrada antología sobre la mar en la literatura francesa y otros trabajos sobre libros señeros en la literatura marinera. Los dos sobre la Universidad, que cierran la antología, son breves, sin un gramo de grasa, esculturales. Dice Leys que la utilidad de lo útil cualquiera puede verla pero para ver la utilidad de lo inútil hay que estudiar mucho: para eso debe estar la Universidad, como lo estuvo la "Escuela de la inutilidad" china a la que el autor asistió durante dos años. Las cinco páginas de Una idea de Universidad debieran leerlas cuantos profesan en ella y cuantos parecen sólo aspirar a asistir un día a sus propias ceremonias de graduación.

Quede para el final la parte más conocida de su obra, su contribución al desvelamiento de lo sucedido en la China de Mao en los años de su dictadura. En un artículo publicado a raíz de la matanza de Tienanmen de 1989 se quita mérito y señala que su alabada perspicacia, justo entonces descubierta por muchos, se basa en dos principios que debería cumplir cualquiera que se dedique a estos asuntos pero que, asombrosamente, muy pocos considerados expertos reunían: manejar con soltura el idioma chino y leer a fondo cuanta prensa autóctona esté a mano. Si a ello se une un conocimiento sólido de la cultura y la historia chinas (los trabajos sobre "la actitud china hacia el pasado" o sobre su mal llamada caligrafía así lo demuestran; quizá no esté de más recordar que Leys tradujo y prologó las Analectas de Confucio, algo así como la Biblia china), no es de extrañar que sus artículos y libros, que tantas ampollas levantaron entre las voces cantantes, y sobre todo sonantes, de la intelectualidad occidental de la época, hayan conseguido, pasado este tiempo, abrir los ojos a tanto incauto, hasta el punto de no incurrir en exageración alguna si se le compara con Orwell o Camus.

Un manido proverbio chino dice que si a un hombre se le da un pez comerá un día, pero para que lo haga a diario hay que darle una caña y enseñarle a pescar. Simon Leys nos ha regalado un libro excepcional que nos enseña a leer como sólo lo hacen los escritores verdaderamente grandes.

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