Koolhaaas y yo (y 3)

Mortero bastardo

Ramón González De La Peña

Jerez, 17 de junio 2015 - 05:23

DEJARON a Koolhaas en Rotterdam y continuaron hacia Amsterdam, la ciudad más moderna y con menos prejuicios de Europa. Dos días y dos noches paseando por esa ciudad atestada de bicicletas, de bares de los que no te quieres mover nunca y de holandeses encantados de “haberse conocido”. Fueron a los antiguos muelles recuperados ahora por la ciudad como terreno edificable para viviendas protegidas, realizadas por algunos de los más destacados arquitectos europeos, españoles entre ellos.

El Audi 4 ya empezaba a pasarles factura, pues aún rotando, el puesto del centro en la parte de atrás les iba dejando sucesivamente baldados. Y todavía les quedaban muchos kilómetros hasta el aeropuerto de Barcelona donde cambiarían de medio de transporte en previsión de que la vuelta sería dura. Aún así decidieron volver por el camino de... Le Corbusier. Así que rodaron hasta Mulhouse, cerca de Basilea, en la frontera Suiza y sobre todo cerca de una de las más hermosas obras del maestro, la iglesia de Ronchamp. Llegaron a tiempo para cenar en un tranquilo lugar del centro de la ciudad y catar uno de los mejores vinos corrientes del país.

De madrugada partieron de nuevo. El amanecer les pilló atravesando un interminable y preciosísimo bosque de abedules a través del que la carretera serpenteaba, a la salida del cual se encontraron con una llanura que terminaba en unos montes escarpados punteados de casas blancas con tejados de pizarra, entre las que se confundía aparentemente Notre Dame du Haut. Fue una ilusión pues en cuanto se acercaron reconocieron la gran cubierta de hormigón negro que parece flotar sobre unos muros blancos de gran espesor taladrados decenas de veces, todas ellas con el mismo fin, el de crear esa iluminación mágica de su interior. Maravilloso control de la luz para convertir el espacio en un lugar singular para el recogimiento. Tras varias horas escudriñando cada centímetro cuadrado partieron al sur, a las afueras de Lyon para visitar La Tourette, el convento de Dominicos, otra de las obras de madurez del arquitecto suizo. El convento es una reinterpretación en clave moderna y singular de los antiguos conventos medievales, y se encuentra enclavado en una ladera cercana al pueblo de Eveux sur Abresle, construido en su totalidad en hormigón visto.

Unos años más tarde, esta vez sin sus compañeros, volvió a una obra de Koolhaas, la Casa da Música en Oporto. Ya en construcción era una pieza de arquitectura exquisita, un gigantesco diamante hueco de hormigón blanco, encofrado siguiendo la lógica del arquitecto, que no siempre coincide con la de los demás y por eso son sus obras tan sorprendentes. El edificio una vez terminado resultó, en efecto, una joya, pero enriquecida ahora por sus acabados con los mejores materiales portugueses: azulejos con dibujos en azul cobalto, paneles acústicos de latón dorado para la sala principal de conciertos, vidrios de sección ondulada para evitar el brillo de los sonidos, maderas tropicales para los suelos, etc. Fue la obra principal de Oporto como capital de la cultura europea del año 2001. Se terminó algunos años después con un presupuesto de cien millones de euros. Siendo como es Oporto, una ciudad llena de espléndidos edificios del pasado y también de la modernidad, la Casa da Música de Rem Koolhaas supuso un buen inicio para el siglo XXI.

stats