Premio Príncipe de Asturias para la fotografía

NO quiero destacar en este artículo que el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades haya sido para la fotógrafa estadounidense Annie Leibovitz.

No quiero destacar que delante de su cámara hayan desfilado personajes tan famosos como John Lennon desnudo en posición fetal, Carl Lewis en tacones, Demi Moore luciendo barriga de siete meses o la Reina Isabel II en los aposentos reales pero con un irreal tono entre dorado y marmóreo.

Indiscutiblemente son iconos de nuestra sociedad, o más bien de la parte de nuestra sociedad que ostenta el poder o la fama. En este sentido es curioso el cambio experimentado en los retratistas en el siglo XX, pues desde el Renacimiento la consagración se obtenía al retratar a un rey o reina. En nuestro siglo eso ha cambiado y se alcanza la cumbre cuando se fotografía a las estrellas del glamour más cotizadas, como ocurre en el caso que nos ocupa.

No quiero destacar que sea un tipo de fotografía que aunque tenga cierto carácter documental y refleje la realidad, no deja de ser la realidad de una élite con la que muchos sueñen en pertenecer. Alejado de mis intereses fotográficos que se acercan más a documentar realidades de seres más cotidianos, de seres que luchan cada día por sobrevivir o superarse. De seres normales que sienten, gozan o sufren dentro de los parámetros con los que puedo llegar a identificarme o conmoverme.

Ni siquiera pretendo destacar la condición homosexual de la ganadora, que le otorga connotaciones progresistas al menos a una parte de su obra, la que relata su admiración por la que fuera su pareja, Susan Sontag, en su trabajo 'El ojo enamorado'.

Lo que sí quiero destacar, y esto es importante para el concepto actual que se tiene de la fotografía, es que el premio concedido no es el Príncipe de Asturias de las Artes, como le ocurriera en 1998 a Sebastiao Salgado. No, el premio concedido es el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Lo que viene a refutar mi tesis de que si la fotografía hubiera que asociarla a algo no sería a la pintura, como ciertos críticos anclados en un pasado ya superado postulan, sino a la literatura, a la capacidad de narrar, a la capacidad de comunicar. Porque si la fotografía lleva tiempo consolidándose como algo es como lo que es, un lenguaje universal. Un lenguaje que nos permite expresarnos y comunicarnos con gente absolutamente distante, geográfica y culturalmente. Con personas de otros entornos sociales, donde se hablan idiomas distintos pero entre los que la inmediatez del lenguaje fotográfico establece puentes directos y sencillos, plagados de signos y códigos fácilmente interpretables, o difíciles según se desee. Pero, por tanto, un lenguaje con pretensión universal y aspiraciones artística. La más democrática de las artes, al alcance de todos.

Y lo segundo que sí quiero destacar es que no se trata, en este caso, de una candidatura casual o aislada, por la gran influencia de la autora, ya que la pugna final ha estado entre la fotógrafa estadounidense y la Agencia Magnum, que ha sido la otra finalista, como le ha venido ocurriendo en las tres últimas ediciones.

Sin duda los méritos de los fotógrafos que desfilaron por la agencia le hacen sobradamente merecedora del galardón. Pero tampoco es necesario irse tan lejos para encontrar grandes comunicadores que utilizan la fotografía como un medio de expresión para narrar la realidad, o las realidades, del mundo en el que vivimos.

Grandes fotógrafos españoles que dignifican día a día la profesión, y hacen de sus imágenes conmovedores relatos de gente que sufre, siente o lucha, de gente como nosotros que ni ostentan fama o poder. No hay que ir muy lejos para encontrar fotógrafos como Gervasio Sánchez o Emilio Morenatti u otros muchos. A ver si para el año que viene alguien se anima y los propone.

Estas últimas ideas son las que si quería destacar en este artículo y, por supuesto, mi enhorabuena a todos los defensores y amantes de la fotografía, por este premio y por los que vendrán.