Rotonda, rotunda

Arquitectura · La belleza intangible

Ramón González De La Peña

Jerez, 22 de octubre 2014 - 08:49

Hasta hace unos años, la palabra rotonda definía un edificio circular, o también, en menor escala, una sala circular de un edificio. Rotondas, como edificios, tenemos algunas muy conocidas en la historia de la arquitectura. La que más, la construida en la región italiana del Véneto, a las afueras de Vicenza. Se trata de una villa de recreo, constituida básicamente por una sala circular con cuatro pórticos abiertos a los cuatro vientos, un círculo inscrito en un cuadrado, un espacio geométricamente intachable, rotundo, la perfección en arquitectura. Otros edificios históricos construidos así los encontramos en algunos templos griegos, el Panteon de Agripa en Roma o, en pleno renacimiento, el templete de San Pietro in Montorio, proyectado por Brabante. De todos ellos aprendió Andrea Palladio, el arquitecto que proyectó para el sacerdote y conde Paolo Almérico en 1565 la Villa Rotonda, uno de los edificios más importantes y más copiado de la historia de la arquitectura, aunque ni arquitecto ni propietario lo verían concluido.

Para una intersección de calles con un espacio circular en medio, ya fuera una fuente, un jardín o una plaza, nuestro idioma contaba con la palabra glorieta, pero, a partir del urbanismo moderno, el generado por los ayuntamientos democráticos en nuestro país desde los años 80, arrasó el término rotonda.

La rotonda, pues, aparece en nuestras ciudades como una innovación para la solución de los problemas generados por un exceso de tráfico de automóviles. Los nuevos planes generales incorporaron el dibujo de rotondas en cualquier cruce de nueva creación. Más adelante, incluso, se remodelaron espacios urbanos consolidados para, a veces con gran dificultad, incluir también en ellos las mencionadas rotondas, panacea de la nueva ciudad eficiente. Eficaz si se quiere para el tráfico de vehículos, pero evidentemente, con la desaparición de los semáforos (una de las mejores invenciones del siglo XX), fueron los peatones los que salieron perdiendo.

En nuestra ciudad, siguiendo la estela de otras que también lo pusieron en práctica, los espacios vacíos generados en el interior de las rotondas comenzaron a destinarse a distintas manifestaciones artísticas. En el pasado, las ciudades se engalanaban con esculturas o monumentos dedicados a la memoria de personajes o hechos históricos de relevancia que se ubicaban en lugares destacados: plazas, jardines o parques. Con las rotondas se siguió el proceso inverso: como había que rellenarlas, por ese miedo al vacío que tenemos de natural, comenzaron a buscarse motivos para colocar en medio de estos espacios, lo que ha conducido a la implantación de muchos "elementos artísticos", la mayoría de escasa valía como tal y de nulo valor cívico inherentes a la ciudad en la que se instalan. Es pues momento de replantearse algunas cuestiones en torno a las rotondas . La principal es su utilidad universal, es decir, su funcionalidad sea cual sea el cruce en el que se inserta. Y una vez contrastada la idoneidad de las mismas, encontrar usos adecuados para esas importantes superficies del espacio público. Usos diferentes a los experimentados hasta el momento, que han sido los ajardinamientos, siempre bien recibidos aunque costosos de mantener, o los ornamentos pretendidamente artísticos. Una ciudad pensada más desde los valores del espacio público, desde los valores de la urbanidad, desde la accesibilidad a través del transporte colectivo, de la bicicleta o de la peatonalidad, dará como resultado menos necesidad de rotondas , y seguramente, una ciudad más hermosa, más funcional y más respirable.

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