Convertido ya en icono casi autoparódico, incansable en su entrega a la profesión y a la materialización de proyectos medianos o de serie B, Nicolas Cage encuentra entre bodrio y bodrio, y está por ver que algunos lo sean, algunas trufas que lo rehabilitan momentáneamente como hacedor de milagros y actor portentoso capaz de sostener por sí solo toda una película.
Es el caso de esta Pig, filme de debut de Michael Sarnoski donde encarna a una suerte de Homero doliente, o a un chamán de emociones extremas, o a un sanador del duelo colectivo, como prefieran, en su periplo de resonancias casi bíblicas por recuperar el cerdo robado que le ayudaba a encontrar las trufas con las que se ganaba su miserable vida de ermitaño recluido en una cabaña en el bosque.
Vista y oída literalmente, la película no deja de ser un modélico periplo de redención, dignidad y justicia, peleas clandestinas mediante, pero el guion de Sarnowski y Block se empeña en acompañar el trayecto de otras subtramas y personajes (un escudero filial) que ahondan en esa idea del dolor compartido y la orfandad como temas que van en el equipaje de este regreso al mundo de las apariencias, la alta cocina entendida como gran y risible fraude del capitalismo y la ciudad (Portland) como territorio oscuro, salvaje y violento frente a la armonía de ese particular Walden de salida y entrada.
Cage se siente cómodo con la cara destrozada en primer plano y arrastra su pesado cuerpo apenas susurrando y mascullando las palabras justas y necesarias para hacer de su personaje una figura trascendente, elocuente y sabia que ha entendido la necesidad de la huida o el sacrificio como vías para el conocimiento y la cura. No se dejen engañar por las apariencias de producto indie: Pig es una de las grandes películas norteamericanas de esta última temporada.