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“Pero, ¿qué se puede esperar de un lugar como Vichy, que presume de un plato que no es más que una purrusalda hecha puré e inundada de nata? El pobre Pétain debe tener el colesterol por las nubes”. Juan Manuel de Prada ha regresado a lo grande: retoma a Fernando Navales, el personaje de Las máscaras del héroe, su deslumbrante debut en la novela hace más de un cuarto de siglo, y lo traslada a la Francia ocupada por los alemanes. El autor presenta mañana miércoles, a las 20:00, en la Sala Compañía de Jerez Mil ojos esconde la noche, un proyecto ambicioso –una fiesta– del que Espasa ha publicado su primera parte, La ciudad sin luz.
–Los lectores que disfrutamos en su momento Las máscaras del héroe nos reencontramos con su protagonista con una sensación agridulce, conscientes de que ha transcurrido demasiado tiempo y ya no tenemos veinte años como entonces. ¿Ha vivido con el mismo pesar la escritura?
–Es cierto que he trasladado una voz narrativa que utilicé en la juventud a la madurez, tratando de mantener su idiosincrasia. Pero ha sido un reto, me he divertido. Ser gamberro con 25 años es relativamente fácil, pero ser gamberro cuando ya eres un cincuentón resulta más arriesgado, más problemático. Aunque lo he vivido como una experiencia rejuvenecedora. No han pasado en balde 27 años desde que se publicó Las máscaras del héroe, 27 y medio para ser exactos, pero yo he procurado mantener ese tono burlesco, juguetón, a la vez que macabro o negro, que tenía aquella novela, trasplantado a una época también muy atractiva, seguramente más oscura todavía de lo que fue el Madrid bohemio, que es ese París de la ocupación alemana.
–Como escritor, ¿es más placentero abordar a un antihéroe cínico y sin escrúpulos como Fernando Navales? ¿Una persona desalmada inspira más que alguien bondadoso?
–Yo he escrito novelas desde el punto de vista de personajes bondadosos, pienso en El castillo de diamante, en el que me acercaba a Santa Teresa de Jesús. Tendemos a considerar la bondad aburrida, tontorrona, pero yo no la veo, desde luego, como una falta de inteligencia. Navales, en el fondo, no es sino un hombre resentido que cree que no se le han reconocido sus méritos, ni en el seno de la Falange, ni en lo referente a sus capacidades literarias. Yo me río de él, y él se ríe de sí mismo, en cierto modo. La clave era crear un malvado que te cayera simpático, algo que no es precisamente sencillo. Álex de la Iglesia, que presentó el libro en Madrid, resaltaba este aspecto, me decía que Navales le recordaba a los personajes de Scorsese, que sabes que son unos villanos pero te caen bien, acabas viendo el mundo desde sus perspectivas. En El lobo de Wall Street, Leonardo DiCaprio es un capullo integral, pero no sabes por qué te identificas con él. La apuesta era eso: crear un malvado que resultara atractivo.
Tendemos a pensar que la bondad es aburrida, tontorrona, pero yo no veo en ella falta de inteligencia”
–En París, los nazis se encontraron con el arte degenerado que les escandalizaba en Alemania, pero no emprendieron ninguna cruzada contra él en Francia.
–En París, los alemanes no le hicieron la vida imposible a casi ningún artista. Hay un momento en la novela en que César González-Ruano asegura que los alemanes tienen un complejo de inferioridad, respecto a la grandeza y la cultura de los países latinos, y yo creo que esa es la razón de fondo para que mantuvieran esa permisividad con los creadores. No obstante sí había ciertas restricciones, las galerías debían tener cuidado con lo que exponían, pero en líneas generales los artistas pudieron trabajar a gusto. Por otra parte tenían una ventaja muy grande: la devaluación de la moneda francesa era tal que la gente rica compraba mucho arte, para que su fortuna no desapareciera, adquirir obra era la manera de retener algo de valor. Así que pese a las penurias los artistas tuvieron oportunidades dentro de la debacle general.
–Ha definido a Navales como un resentido, y el resentimiento es uno de los temas principales del libro. Se habla mucho de él.
–La percepción que Navales tiene del mundo está marcada por esta pasión del resentimiento. Sí, quizás sea el motivo central de la novela.
–Tiene La ciudad sin luz perlas como esta: “Cagué como un marajá, cerciorándome de que se quedaban algunas zurrapas adheridas a la loza”. ¿Es más difícil hoy ser escatológico, más libre, sin temer a las consecuencias?
–Sin duda, todo ha cambiado mucho en ese sentido. Ahora siempre hay gente dispuesta a sentirse aludida, molesta... Estamos construyendo un mundo repulsivo, y yo al escribir he procurado olvidarme de esta hipersensibilidad en la que vivimos. Ese resentimiento de Navales es un vómito indiscriminado, ¿cómo voy a medir lo que digo? Cuando escribe sobre los rojos, los pone a caldo. Cuando escribe sobre los azules, los pone a caldo. Me he permitido todo tipo de bromas y de chistes. He intentado escribir como hace 30 años, cuando toda esta locura de lo políticamente correcto no nos había invadido. Pienso que tenemos que recuperar la naturalidad. Si en una obra de ficción uno hace burla de una mujer no significa que esté haciendo burlas de todas las mujeres; si te ríes de un negro no te refieres a todos los negros. Hay que volver a una escritura más verdadera y más libre, que esté menos capada. Yo creo que ahora mismo estamos capados por la sumisión a las ideologías.
En los primeros años de la ocupación alemana, los artistas e intelectuales franceses estuvieron callados”
–Navales dice de Céline que “despatarraba el lenguaje”, y se puede asegurar lo mismo de su prosa en este libro. En el epílogo sostiene que escribir a mano repercute en el estilo.
–Creo honestamente que las palabras bullen, y tienen más gracia y más fuerza y son más chispeantes cuando uno escribe a mano. Esto lo tengo comprobado, porque para mis artículos uso el ordenador y mi obra de creación la escribo a mano, y advierto una diferencia enorme. Todo lo haces tuyo de una manera mucho más intensa, escribes más lentamente y al escribir más lento puedes pensar de forma más rica, acuden a tu cabeza imágenes y figuras retóricas que no aparecen cuando escribes de otro modo y todo transcurre más rápido. Además, junto a la escritura a mano, es muy importante escribir sin conexión a internet. Esto lo llevo a rajatabla, trato de recrear lo que era la escritura hace 30 años. Cuando recuperas eso te das cuenta de todo lo que has perdido. La tecnología nos está amputando muchas cosas, entre otras esa cierta manera de escribir.
–El escultor Mateo Hernández afirma en algún momento de la novela que “en las gentes que se dedican a la política no hay más que ansias de poder y de mando, desprovistas de ideal sincero”. Una sentencia que podría sonar tristemente actual...
–Sin duda [ríe]. Me temo que cada vez más. En Mil ojos esconde la noche exploro la relación entre el poder y los artistas: en líneas generales el primero trata de aprovecharse del segundo, el poder trata que el artista encumbre al político, al gobernante; lo alabe, lo justifique ante la posteridad. Y es una situación inevitable, porque el hombre poderoso puede sufragar el arte, con lo cual el artista se tiene que arrimar a él. Esto ha ocurrido siempre, a lo largo de la Historia; el problema viene cuando la Historia se pone candente. En estas etapas, como la que retrata mi novela, alinearte con el poder puede propiciar que se te castigue en el futuro. Le ocurrió, por ejemplo, a Federico Beltrán Massés, que aparece en este libro y que fue un pintor excelente, un decadentista maravilloso, con un toque de Julio Romero de Torres y un toque cosmopolita que lo enlaza con Klimt y Schiele. Su obra se vuelve rutinaria porque cobraba mucho por sus retratos, se movía en los ambientes de la aristocracia, y desarrolló la técnica de darle a la manivela, empezó a producir en serie. Se echó a perder por eso y por su deriva ideológica, que provocó que su consideración como pintor hoy sea muy escasa.
–Navales no siente precisamente simpatía por Picasso: lo define como una “hiena sádica que se regodea sometiendo a todas las mujeres (...) pero como ha pintado el Guernica y no sé qué patochadas más el comunismo internacional lo tenía en palmitas”.
–Todo lo que sucede con Picasso es muy interesante: ni en Falange ni en la Francia ocupada quieren ir contra él, porque con su fama internacional sería meterse en problemas, prefieren dar la imagen de permisividad. Y Picasso fue muy cuco. Durante todos estos años él permanece apolítico, y cuando termina la guerra se da cuenta de que le compensa, le beneficia para su carrera, para su figura, afiliarse al Partido Comunista. Era un hombre inteligente.
–A Picasso y a Paul Éluard los llaman en el libro “los reyes Midas de la impostura”.
–Éluard tiene un compromiso político, escribió este poema famoso de la libertad que llegó a difundirse al final de la guerra y se convirtió en un himno de la Resistencia. Pero en líneas generales los intelectuales franceses nadaron y guardaron la ropa durante la II Guerra Mundial. Incluso algunos que escribieron artículos, digamos, rebeldes, como Albert Camus, redactan sus artículos cuando Alemania está hundiéndose. En el año 40 el mundo intelectual francés está muy callado. La realidad es que en Francia no hubo ninguna algarada, ningún intento de sabotaje en los primeros años de la ocupación. Al principio, Francia es una balsa para los alemanes. Y la situación con los intelectuales y artistas españoles no es distinta. Esto se percibe muy claramente en la novela: en el año 40, 41, 42, todos los artistas exiliados en París colaboran en las actividades culturales de Falange, excepto Picasso, porque no lo necesita, él es millonario. La postura de esos artistas y escritores resulta fácil de entender: se encuentran en una situación de necesidad, tienen miedo, porque se han escapado de chiripa de la quema en España. Ese temor es humano y natural.
Hay que volver a una escritura más libre, que esté menos capada. Escribir como hacíamos hace unos 30 años”
–Quien sí sale bien parada en Mil ojos esconde la noche es María Casares, ante la que se rinde hasta el descreído de Navales.
–Él tiene debilidad por las mujeres, con ellas le surge un corazoncito caballeroso, le cuesta ser tan cabrón y tan cruel. María Casares es un personaje cautivador, una muchacha gallega que se pone a estudiar dicción para perder su acento y que llega a ser la primera actriz del teatro francés. La he estudiado a fondo, y es un personaje apasionante y complejo: es muy astuta y es muy ingenua al mismo tiempo. Hay algo que me entusiasma de ella, que admiro, y es que conservará su vocación intacta a lo largo de los años. La gente, con la edad, se va resabiando, convierte la vocación en oficio y pierde la ilusión, y ella no lo hace: llega a afirmar que cuando interpreta entra en trance. Tiene mucho mérito no caer en la rutina ni en el desencanto.
–¿Es cierto que Ruano escribió: “Pienso en Hitler, surgido entre el cielo y la tierra, con una palabra de primavera prendida en los labios”?
–Sí, esa frase es real, está tomada de un artículo [ríe]. No es una postura excepcional, la fascinación que produce entonces Hitler en Europa es absoluta, y en España es muy acusada. Hay autores que se reservan su opinión, pero hay otros, muchos autores de la época, que se muestran encantados con Hitler. He sido fiel a los hechos en este libro. Hay un trabajo de documentación muy fuerte, he visitado archivos, he recogido cientos o miles de documentos, policiales sobre todo, y aunque el tratamiento pueda ser esperpéntico me ciño a la verdad en lo que cuento.
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