El tiempo en Jerez
Fin de semana frío y lluvioso

De la razón y el fuego

Manuel Gregorio González

18 de abril 2010 - 05:00

Giacomo Leopardi. Cátedra. Letras Universales. Madrid, 2010. 1025 páginas

En Leopardi se aúnan dos tópicos del Romanticismo: la enfermedad del poeta y su muerte prematura. Como en Novalis, como en Larra, como en Gustavo Adolfo Bécquer, a la intensidad dramática de los Cantos vino a sumársele la estrella aciaga de la infelicidad, la postración y el óbito fulminante. Se cumplía así, de algún modo, el sino personificado en el Werther de Goethe, cuya melancólica figura inspiró a varias generaciones del Ochocientos. No obstante lo cual, en la consunción de Leopardi encontramos una doble hoguera: la llama de la erudición y el fuego de un amor nunca correspondido.

En efecto, fueron los estudios, su desmesurada curiosidad, quienes condujeron a Leopardi a la extenuación y a la muerte. De igual forma, fue esta salud precaria, esta fragilidad invasiva, quien convirtió al poeta en un hombre invisible para el bello sexo. En puridad, podemos decir que la violenta inclinación del poeta hacia los libros, mostrada desde la infancia, lo redujo a una sombra convaleciente cuya sabiduría, cuya sensibilidad, no sirvió más que para incrementar su desdicha. Y es esa ancha soledad, fraguada entre innúmeros volúmenes (el genio y la precocidad de Leopardi son tan asombrosos como terribles), lo que viene a decirse en sus poemas. Sin embargo, hay algo en estos versos que lo separan del tumulto y la grandiosidad románticos. Y ese algo es la sencillez, el modo pudoroso e íntimo con que el poeta cantó su abatimiento, su orfandad, y el postergado milagro de la noche y la luna. Si pocos hombres han tenido un talento a la altura de su desgracia, en el caso de Leopardi ambos se unieron para dar una poesía grave, musical, fantasmagórica y leve como una niebla.

Todos, todos los grandes temas del Romanticismo se hallan en estos Cantos, sin el énfasis y la agonía de otras voces de siglo. Así, el amor a las ruinas, la luz crepuscular, la naturaleza arcádica, el rumbo misterioso del caminante, tienen aquí una propina de contención y un melancólico responso. La meritoria edición de María de las Nieves Muñiz, recoge el pormenor vital y literario de aquella trémula existencia. Pero fue la Razón, no lo olvidemos, su ardiente luminaria, quien indujo a este muchacho impar a una adusta primacía sin nadie. Fue la lucidez, la sed de conocimientos, quien lo abocó a una muerte prematura. En algún lugar de estas páginas, Leopardi escribe: "y la infinita vanidad del todo". Probablemente, vanidad e infinito no fueron sino los azarosos nombres de su derrota.

stats