Cuando algo es favorable o beneficioso se desea en cantidad y calidad. No tienen por qué ser términos contradictorios, de hecho son complementarios. Cuando en un desfile olímpico hace entrada la representación de los Estados Unidos de Norteamérica, o lo hacía la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, entraban deportistas en cantidad y calidad. Por el contrario, cuando desfila Guinea Conacry, a buen seguro falta la una y la otra, dicho sea siempre en el plano deportivo.

Sin embargo, se hace un uso bastardo de estos conceptos, cuando el que carece de alguno de ellos se justifica afirmando ir sobrado del otro. A saber, cuando un pobre conferenciante tan solo es capaz de congregar a su familia directa y al guarda del establecimiento, puede tener la tentación de pensar que vinieron pocos pero muy entendidos, de mucha calidad. Del mismo modo, cuando un torero llena una plaza, da pie a que sus detractores puedan alegar que es plaza de pocos entendidos o de poca calidad.

Este deprimente mecanismo justificativo se produce en todos los órdenes de la vida. Su máximo exponente está en los mediocres, que incapaces de congregar ni en cantidad ni en calidad, juegan con ambos raseros según le conviene para tapar su estulticia y falta de brillo vital.

También lo vemos en la Semana Santa. La Cofradía a la que no va a ver ni el sacristán de su Iglesia entiende que van pocos pero de mucha calidad; esta misma, achaca a la Hermandad que congrega masas, que aunque sean muchos, son tan solo bulla inepta y de poca calidad.

Ninguno lleva razón porque lo deseable es congregar en cantidad y en calidad. Cuando alguien es capaz de hacerlo, ha nacido un líder. Ahora el líder habrá de bregar con otro problema: un cuantioso ejército de calidad mezquina dispuesto a matarlo al no poder soportar que haya quien sea superior, en cantidad y en calidad, a sus anodinas existencias.

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