Murió Sánchez Dragó, tipo peculiar, comunista en la dictadura, liberal y ácrata en la democracia. Otros hicieron el camino inverso, más cómodo y menos polémico, donde va a parar. Escuché a menudo a Dragó reivindicar los planes de estudios de otros tiempos, las leyes del 53 de Ruiz Gimenez inspirada en los desarrollados durante los años de la República. Unos planes con amplia vocación humanista y exigente en conocimiento: el saber general para comprender el mundo, sustituido por un saber parcial más útil para esta nueva era digital. Varias generaciones de españoles deben a Dragó el gusto por la literatura -pero tambien por la historia, la filosofía, la sociología y la religión- a través de sus programas que rezumaban amor por los libros y por el saber: Negro sobre Blanco, Las Noches Blancas, Libros con Uasabi, el Faro de Alejandría entre otros, incluso un informativo de autor. Con la muerte de Dragó se va reduciendo el catálogo de esa generación de hombres de vasta cultura con una producción intelectual reseñable que parece no tener -en el panorama actual- un relevo generacional visible. No es nostalgia. Con 42 años publicó Gárgoris y Habidis, una historia de la España Mágica, obra notable que encontró las críticas de unas élites aún muy centralistas e ideas inflexibles del ser de España, un cuestionamiento histórico de la identidad del momento. Dragó provoca hoy una amplia controversia porque representa todo lo contrario al wokismo, esta especie de enfermedad idiota que padece Occidente. Al fin y al cabo, fue bastante transgresor toda su vida; siempre que vaya acompañada de conocimiento y razón, la transgresión suele ser a medio plazo más valiosa que la sospechosa uniformidad de un pensamiento convenientemente atrofiado, ese estado del que gusta el buenismo no vaya a ser que nos creamos libres de verdad.

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