Programación Guía completa del Gran Premio de Motociclismo en Jerez

Que el Levante trae desde la Catedral hasta mi ventana. Esas procesiones cuyo origen se remonta a la noche medieval cuando la mayoría no sabía leer y hasta estaba prohibido el teatro por lo que era necesario visualizar lo que se predicaba. Cuando la peste negra y las órdenes flagelantes tiñeron de miedo y pesimismo la relación con Dios.

Esas imágenes de indudable belleza, expresivas en lo dramático, con las que se identifica el pueblo doliente, sobre todo esas madres que ven impotentes cómo sus hijos y nietos caminan imparables al sufrimiento y la muerte del paro, de la droga, de la guerra, de la dureza de no llegar fin de mes. Esas imágenes que representan una mujer del pueblo, pero se cargan de joyas y hasta de fajines de capitán general. Cuya corporeidad es sustituida por un caballete para resaltar sus galas y sus tesoros.

Esas asociaciones (llámense cofradías, hermandades, institutos…) que pueden cobijar la fe sincera de gente humilde; pero, también, la de otros, fe de solo por unos días que justifica que el resto del año sean días de separación de clases sociales, de “sálvese quien pueda”, de culto fanático al ídolo oro.

Ese movimiento de multitudes y dinero que hacen especialmente felices a dos colectivos: la hostelería y la jerarquía de la Iglesia que cree que su rebaño es enorme cuando la mayoría son turistas o gente para la que esa jerarquía – identificada con la derecha hasta el extremo– ya no significa nada.

Esa contradicción de aquellos que no quieren en los colegios Educación para la Ciudadanía, ni siquiera Ética, por aquello del adoctrinamiento. Pero, aprovechando la inocencia y las ganas de juerga del alumnado, fomentan en centros públicos la organización de simulacros de procesiones y hasta de desfiles militares en los que se canta el “Novio de la Muerte”. ¿Adoctrinamiento?

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