El tonto listo
El tonto listo
El sacerdote argentino Leonardo Castellani estableció una clasificación de tontos, en atención al grado de percepción que tenían de su estupidez. En primer lugar, describía un ‘tonto a secas’, que vendría a ser un ignorante común. También nos habla del ‘tonto simple’, que se percibe tonto. En tercer lugar, el ‘tonto necio’, un tonto que no se sabe tonto. En cuarto lugar, el ‘tonto fatuo’, esto es, un tonto que no se sabe tonto y además quiere hacerse el listo. Por último, el peligrosísimo ‘tonto insensato’, esto es, un tonto que no se sabe tonto y encima quiere gobernar a los demás (los hay a patadas).
Por su parte, don Francisco de Quevedo describió tres clases de tontos: el ‘necio’, que a primera vista no lo parece y es necesario tratar a fondo para descubrir que lo es; el ‘majadero’, al que su tontería delata tan pronto comienza a hablar; y el ‘modorro’, que se percibe a leguas con tan solo ponerle el ojo encima.
Sin querer corregir ni enmendar a estos grandes sabios, sin embargo, echo en falta una variante de tonto que me he ido encontrando a la largo de la vida, que es el tonto listo. Una especie de ‘tonto insensato’ pero que se sabe tonto. El conocimiento de su tontera parte desde la más tierna infancia. De hecho, ya era el tonto de la clase o, en casos extremos, el tonto del colegio. Fue el blanco de la crueldad infantil de alumnos que, a diario, le recordaban lo que era y lo llamaban por su nombre: ¡Tonto!
Para esta clase de imbécil, subsistir en el medio no resultaba fácil. Por eso, encallecieron su estupidez a modo de coraza. Terminaron aceptando que ir de tonto tiene sus ventajas. Se trata de un tonto cómodo que no discute con nadie. A menudo, esta tontería la disfraza de bondad y obtiene tajada. Asumen su papel, sacan provecho y se convierten en tontos listos. Pero no se equivoquen, como decía Unamuno: ‘No hay tonto bueno’.
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