Foto: Jesús Benítez

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La Naturaleza es sabia, selectiva, conservadora e inesperada. En mayor o menor medida, actúa al libre albedrío, sin pedir permiso, animada por su propia cólera y siguiendo las tradiciones cíclicas del clima con sus cuatro etapas diferenciadas.

La primavera es como un ramo de flores con incierto destino, que adornará el centro de una mesa o quitará drama a las exequias de un difunto. Cuando marzo comienza a languidecer, se inicia esa estación propia de enamorados y sentimentales, de poetas con rimas de carmín y alegorías presuntuosas, de caminantes persiguiendo el arco iris en la falda de un valle. Es un tiempo de abejas buscando el polen de la salvación, aquél que alivie los dolores del alma por los meses arrastrados de lluvia, nieve y granizo. Primavera es una denominación femenina que invita a la perpetuación de la especie: coqueta, afectiva y perfumada como el jardín del deseo, es el recurso de artistas pasionales, de músicos emotivos y botánicos ávidos de descubrimientos.

El verano es más vulgar, algo así como una inmensa sombrilla que se abre a la intemperie a finales de junio. Es un pretexto de huida, una migración cual estampida, una cigüeña errante surcando el cielo. Esta oportunista, ociosa y desenfadada etapa del equinoccio que lleva su nombre, se dibuja cual hamaca a orillas del mar con cuerpos de ébano adorando al astro rey; es una exhibición corporal, impúdica y ajena al cáncer de piel, que busca un rincón no ilustrado en la prensa canalla y calumniosa. Cuanto más se quemen los cuerpos, más adivinarán en ellos los placeres y los días. Verano es un pretexto de paz, una escapatoria al caos diario, un remanso de idealismo, un libro que cae de las manos por el sueño, un incendio incontrolado, un bombero carbonizado; es un niño perdido en la playa, una ducha fría y reparadora de insolaciones, es la sal en los labios, es una gaviota pensativa que mira al ocaso encima de la farola, un beso furtivo, una lluvia de estrellas.

Cuando la marea sube y septiembre pierde su última hoja de almanaque, cae el otoño de un chopo. La estación bucólica por antonomasia describe un aguacero inesperado, un viento frío que cala los huesos, una piel que se torna pálida, una mirada detrás del cristal, un vagabundo entre cartones. Otoño es una depresión sin ansiolíticos, es la convivencia hogareña por imperativo legal, es el regreso a los pueblos recónditos, a los parajes perdidos, a una calle desconocida. La época de las tertulias al calor de una chimenea. Otoño es un llanto triste de melancolía que nace al morir el día. Otoño es la metáfora que define el período de la vida humana en el que ésta declina de la plenitud hacia la vejez. Tristezas y reflexiones en voz baja, tiempo para meditar.

Cuando el frío cala la epidermis y la lluvia torna a escarcha o nieve, allí donde diciembre cuenta sus últimos días, el invierno irrumpe con su inquietante y misteriosa capa blanca. Es una etapa que encubre historias de alcoba, nacimientos potenciales y desencuentros definitivos. Todo se circunscribe a compartimentos estancos, la calle es sólo puro y endiablado tránsito. Los cuerpos encubren sus gracias y desgracias. La vida se esconde y escabulle, como huyendo del viento o de los chuzos de agua. La parca, como en cualquier tiempo extremo, llama a las puertas de ancianos solitarios y enfermos. Para los nostálgicos, ortodoxos, creyentes y materialistas, el invierno es un periodo con propósitos de enmienda, época de regalos y símbolos, para quedar bien o pedir algo a cambio. Los árboles tornan a gris, los bosques palidecen y la tierra protege con celo sus nutrientes, esperando a que llegue, nuevamente, la siguiente estación…

(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue Editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como Jefe de Prensa del Circuito de Jerez.

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