Hay un clamoroso desapego de las clases ilustradas, sean ricas o pobres, para dedicarse a la política. Nuestro sistema es más partidocracia que democracia y, por lo tanto, el ciudadano no vota al político sino a la lista encapsulada que elabora un partido. Con estas cartas, quien quiera jugar a política, habrá de dominar el ladino arte de trepar en la estructura política: unas veces, reptando como una bicha; otras, mordiendo como un sabueso rabioso y, en todo caso, tragando gruesos mandobles.

Para el desarrollo de estas arteras habilidades suele ser imprescindible nacer y crecer en la organización. Por eso la mayoría de los políticos actuales son cachorros del partido, criados a los pechos de los conseguidores de puestos en las listas y con acreditada probanza en el arte de la adulación y la lisonja al jefe. Esto es fruto de una ley electoral concreta que lo favorece. Si la política no fuera una profesión, sino una colaboración puntual de cualquier ciudadano para unos pocos años de su vida, esta desviación desaparecería.

De vez en cuando afloran funcionarios de alto nivel -pocos-, que habiendo superado duras oposiciones, ven en la política la forma de ascender en el escalafón por un atajo. No deja de ser patético verlos tirar su prestigio por los suelos, como si se tratara de una alfombra voladora.

Hemos visto estos días a un alto funcionario del Estado, metido a político, haciendo el marrullero en la Real Casa de Correos de Madrid, queriendo colarse en un acto al que no había sido invitado. Quizás pensara que por ser ministro tendría acceso a todo lugar, en todo tiempo. Sería entonces arrogante. Tal vez creyera, que en el rifirrafe con Ayuso, obtendría un rédito político. Sería entonces iluso. Pero vistas las imágenes, su comportamiento fue simplemente, el de un vulgar gamberro.

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