La música es la expresión inquieta de los sentimientos. A priori, las melodías surgen con metáforas y arpegios, transmitiendo ternura, rabia, delicadeza o reclamaciones histéricas. Pero no todo lo que se compone resulta armónico o apetecible, depende de criterios selectivos, factores ambientales y anímicos. La diferencia sustancial entre ruido y sonido, reside en que el primero anula la percepción deseada del segundo. Porque el ruido nos persigue sin dar tregua, destroza la serenidad, genera agresividad, fomenta la locura, lo irracional. Ruido es sinónimo de alteración nerviosa permanente, insomnio y pesadilla, es como un potro de tortura.

Muchos de los sonidos que oímos a diario, por muy melodiosos y bien aderezados que se ofrezcan, son también ruido, detestable y repugnante ruido. Someterse a la exposición permanente y reiterada de un ruido, provoca espasmos, trastornos de personalidad, agria el carácter. La evidencia más simbólica de un ruido perjudicial, se escenifica virtualmente con la imagen de alguien que no puede abandonar su domicilio familiar y comienza a delirar por la retahíla inagotable de un loro insomne que lo atormenta. Así se muere en vida, o se coleccionan todo tipo de patologías mentales.

Nadie se salva del asedio de loros, papagayos o cacatúas, son como una maldición que sufrimos a diario en el hogar, el trabajo, lugares de asueto, por tierra, mar y aire. Surgen de forma inesperada, a traición, para reventarnos, no sólo el tímpano, sino el equilibrio vital y la paciencia. En primera instancia, pueden resultar interesantes y exóticos, generando cierta curiosidad. Pero cuando se sufren sus nocivas consecuencias, quien los padece maldice la ciencia de las aves, denominada ornitología. No hay que llamarse a engaño, pese a su apariencia externa vistosa y variopinta, tanto cotorras como periquitos, con todos sus sinónimos, son como muñecos diabólicos, que imitan la voz humana cual discos rayados, con sadismo, haciendo perder el oremus o llevándonos al precipicio, directos al abismo.

El papagayo adopta y clona todo lo que observa o escucha, y ya no hay quien anule su verborrea inagotable. No se alteran si ven que nos agotan, por el contrario se crecen y van a más, haciéndonos perder los nervios con sus cansinos discursos. repitiendo las mismas historias absurdas, las mismas palabras chabacanas y reiterativas, verbos deformados o vulgares. Son incansables, gozan con nuestro sufrimiento y, aún peor, resultan engreídos, creen saberlo todo. De hecho, aquellos que unan sus vidas con estas especies, pueden llegar a sufrir la llamada 'muerte del loro', que se entiende como una forma de suicidio encubierto.

Aves con semejantes plumas afloran por televisión o en periódicos, participan en interminables tertulias radiofónicas, son los aguafiestas en locales de ocio, autobuses, trenes o aviones y, sobre todo, a ellas corresponde el empobrecimiento de hogares con su cotilleo suburbial y tóxico. A este grupo, de alados parlanchines, pertenece también el papagayo político, colorista predicador, oportunista, cotorra incombustible, de repertorio vacío, carcomido, pretencioso y falso.

El papagayo político es un mentiroso compulsivo que cree sus propias mentiras, todo lo que pronuncia lo sabe de oídas o se lo ha inventado, no tiene antecedentes históricos, ni conocimientos profundos, ni convicciones, ni ha viajado, cual cosmopolita, para resultar versado, coherente y convincente. Subido en su atril de trilero, este pajarraco político pronuncia discursos demagógicos y populistas, con soflamas y burdas mentiras del traidor inmoral que busca destruir el sistema e implantar su ruina. La especialidad de este tipo de aves de mal agüero es insultar a la inteligencia, con alevosía y premeditación, repitiendo los mismos y denostados axiomas del pensamiento único. No hay nada más ridículo que observar la afluencia fundamentalista en los mítines de papagayos políticos. Es triste que alguien dé crédito a las incongruencias de un loro, papagayo o cacatúa de origen político. Otorgarles poder o fidelidad, es sintomático de pobreza intelectual, o un ejercicio placentero de masoquismo.

No existe alternativa ecológica o legal: a un papagayo sólo se les cierra el pico con una mirada de cocinero que no tiene ave para hacer caldo...

(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue Editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como Jefe de Prensa del Circuito de Jerez.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios