Felipe Ortuno M.

Parábola cyborg

Desde la espadaña

25 de octubre 2023 - 00:15

La realidad supera la imaginación más delirante: la futurología más extravagante, los comportamientos excéntricos, la ficción más fantasiosa no es comparable con los derroteros que la mente humana proporciona a la realidad que se nos avecina. Los usos que estamos haciendo de la tecnología, todavía nos permiten una cierta libertad de actuación. Controlamos y nos controlan, ‘fifty fifty’. Se aproxima la pérdida total de libertad y el control absoluto sobre la biología. El pensamiento quedará en desuso, si ya no lo está, para subsistir en el recuerdo ancestral de los australopitecus.

Neil Harbisson, primera persona en el mundo reconocida como cyborg, declaraba: “yo no uso la tecnología, sino que soy tecnología”. Una intrascendente apreciación de lenguaje que nos da el salto metafísico al que estamos abocados inexorablemente: ser y existir. La relación que teníamos con la tecnología se nos está desmadrando, se nos va de la mano, más allá de si la extremidad es biónica o carnal. Se nos va el pié, la cabeza y hasta el corazón. Veamos. Si un cyborg es una persona que utiliza la tecnología para ampliar o mejorar sus capacidades, sentidos y formas de relacionarse con el mundo, nada que objetar. El problema está en si me tengo que conectar al wifi y puedan hackearme los pensamientos. Me habrán quitado el gustito de confesar las protervas inclinaciones, que siempre procuran muy malas compañías, porque lo sabrán hasta quienes nada tienen que ver con la conciencia y el fuero interno inalienable.

El comisario Villarejo no tendrá necesidad de procurar grabaciones, ni los jueces de autorizarlas. Un simple microchip implantado en el cerebro, o vaya usted a saber dónde, bastará para el control de ‘su persona’. No es broma, porque el cyborg es una realidad emergente desde el momento en que los organismos biológicos se pueden unir con lo cibernético. Lo que parecía una quimera, es un hecho. Habrá, pues, que gestionarlo. El tema es si en la calle Ferraz lo han pensado, en Génova lo consideran, o si es asunto de la Ajuria Enea y la Generalitat. Ya hay gente interaccionada a distancia, personas de cerebros implantados que siguen instrucciones precisas, a pie juntillas. Hombres y mujeres fluidos que, a control remoto, ejemplifican la mejor especie del progreso tecnológico hispano, cyborg ibericum.

En realidad, Frankenstein era un cyborg. No tengáis miedo, sin embargo, y pensad en la idílica escena del lago y Bildu, la niña del doctor Frankenstein ¿No es enternecedor? Confío en que la mitad humana del robot predomine y sea el corazón quien inspire a la máquina. Espero y deseo que dentro de la complejidad cibernética haya órganos constitucionales añadidos al cuerpo que definan comedidamente los sensores humanos para no llegar, como pretende algún ministerio del futuro, a la creación de la “transespecie”.

Tenemos un evidente y potencial riesgo físico: que el cuerpo rechace el material que se le implanta; el rechazo psicológico o neurológico, y de ahí se llegue a una violencia extrema y convulsiva. Un cyborg puede explosionar en tal caso. ¿Qué ocurre cuando el cuerpo va por un lado y el cerebro por otro? Habría que elegir elementos biocompatibles, y, por supuesto, cambiar el software que ha llevado a tal irritación. Los apaños técnicos no siempre son lo mejor. Habrá que pedirle a Mary Shelley que reescriba su obra y busque otro moderno Prometeo capaz de superar las contraindicaciones quirúrgicas.

Los falsos y plagiadores doctores que, de momento, están llevando a cabo tales cirugías no ven que haya que tener en cuenta la ética. Piénsese en la historia reciente, en la trans-historia tanto como en la transespecie, si no queremos volver, por amnesia interesada, a los mismos resultados. La cirugía de trastienda, la oculta por bambalina, adolece de medios adecuados y suele resbalar por el agujero de lo inaceptable cuando se va contra natura. Las modificaciones de Estado (¡Oh!, perdón), quiero decir de cuerpo, terminan creando una monstruosidad. Hay una parte legal que no está clara, todavía, en esta transformación cyborg.

Por lo pronto, las personas no son tenidas en cuenta, las instituciones no son suficientemente respetadas y las cláusulas que determinan la interacción de los órganos tampoco. Algo así como partir la Nación en trocitos independientes y dividir la cabeza en protuberancias desiguales según convenga al hemistiquio izquierdo o derecho, una locura.

Un buen facultativo llamaría al neurólogo para solucionar semejante agresión física al Estado, un poné. Yo llamaría a gente capaz para mejorar el Frankenstein inaceptable, haría las modificaciones genéticas pertinentes con tal que la prótesis de Waterloo no cause intolerancia o degeneración en el hígado. Sugiero unos microchips avanzados y dispositivos dialécticos ‘manu militari’. La aplicación certera de un buen ‘155’ estimularía suficientemente el cerebro y cambiaría al cyborg inhumano que nos ha salido de esta robótica operación.

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