¡Vivan las cadenas (del XXI)!

En el cómputo de las cifras de PIB y empleo del turismo no hay en absoluto una metodología definitiva ni claraAnte la militancia y el interés disfrazado, cabe intentar ver pros y contras

En la barra de una abacería, una señora de otro país y que sin duda consideraba a este lugareño -yo- parte del mobiliario, metió su cabeza entre mi brazo y mi costado -su nuca en mi axila, vaya- para ver el muestrario de tapas. En las escaleras de mi casa, un completo desconocido, un inquilino por días como tantos otros que me van regalando mis amables co-comuneros, me mira amenazante; sus ojos lo dicen todo: "Qué pasa, soy turista, si no te gusta, te jodes: esto es legal". Un oriental se queda encerrado en el ascensor porque mete en él -sin leer las advertencias de un cartel- una maleta a ruedas que es un ataúd. Grita y da golpes. Son proverbiales los grupos de chicas -ya talludas- que despiden una soltería tocadas con un falo de plástico que cimbrea sobre sus cabezas. Hay otro turismo, claro: si no, sería para cortarse las venas o, mejor, dejárselas largas.

Con el turismo pasa como con el vino (vale decir los montaditos de pringá o el sexo: casi cualquier cosa de gusto): en una medida razonable es beneficioso, agradable y vivificante; pero achicarse dos litros diarios -o cien mil personas nuevas- es muy malo. Cuando se critica (RAE, Criticar: "Analizar pormenorizadamente algo y valorarlo según los criterios propios de la materia de que se trate"), no se debe descalificar sin mayores contemplaciones, de la manera ofuscada que practica la tropa ajena a la duda metódica, sino que se deben cotejar las debilidades, fortalezas, amenazas y oportunidades de los sectores. Aunque un creyente -o sea, sin verdadero juicio propio- te llamará tibio y, peor, equidistante, si no condenas lo que él condena, o, alternativamente, lo abrazas con los ojos de otra fe; ambas cosas, a la totalidad. El turismo es bueno. O malo. En ese plan.

El turismo se está convirtiendo en eso, un ring con púgiles con calzones de color opuesto. Sus evidentes aportes al PIB y al empleo se ven lastrados por el exceso, y comprometen su propia viabilidad social y económica: nadie querrá visitar un destino una vez calcinado por los turistas; los centros de las ciudades, una vez ordeñados por capital mayormente foráneo, quedarán sin alma y sin nativos, y nadie los querrá (lo dicho, tampoco los turistas, al menos los que conserven dos dedos de frente y medio dedo de criterio). Pan para hoy, etc. Resulta conmovedor ver a un grupo esnob en boga ir "en contra de la contra", o sea, defender el turismo cutre -dicen que hay otro- ante las alarmas que se hacen eco de grandes ciudades que están languideciendo, mutadas en un engendro de pastiche, sepultadas por el maná: ¡vivan las bermudas y la gorrilla como etiqueta!, adoro la paella en la que se come hasta el propio perol individual, qué lindas las riadas de jinetes en hoverboard y los autistas de ocasión circulando por un templo como quien deambula por un zoco.

Por otra parte, te encuentras estadísticas de todo tipo sobre un sector eminente terciario, pero multiforme. Los defensores acérrimos -en muchos casos, con intereses en el ajo- tienden a imputar como PIB turístico lo que es y bastante más. Por ejemplo, es habitual que casi todo el Producto y el empleo de la hostelería se los adjudiquen a ese sector... cuando usted y yo, probablemente, solemos ir a cenar o a tomar una caña a sitios donde no hay turistas; y quizá ningún pariente o allegado trabaje para dar servicio a los turistas. Es insensato negar, por el contrario, que muchas ciudades viven del ancla de los forasteros que viajan por gusto, y que esos servicios alimentan también las cuentas de fabricantes, agricultores y, por supuesto, otros servicios. Incluidas las arcas públicas: este último quizá sea el quid de la cuestión. Y es que quitarle la grasa y el azúcar al comilón es como quitarle a un insomne su hipnótico o su sedante.

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