Análisis

Mª Mercedes Organvides Gándara

Vivir el viejo Jerez

Tras cincuenta años de ausencia de esta tierra en la que nací y de la que nunca quise marcharme……. Vivir el viejo Jerez es despertarme por la mañana dando gracias por un día más de vida. Y permanecer aquí todos los días para poder disfrutar de lo que se presente.

Es salir a la calle con el alma y el corazón abiertos para empaparme de la algarabía que corre por sus calles. Y recorrer lentamente esas calles, esas plazas, esos edificios que hablan de su historia, de sus avatares vividos con pasión, la pasión con la que se vive en la baja Andalucía.

Es escuchar el ruido de sus fuentes, sentir el bullicio de jerezanos y visitantes fluyendo por la calle Larga y la Plaza del Arenal. Y sumergirme en la Plaza del Mercado, donde el tiempo parece haberse parado dibujando la misma estampa durante décadas.

Es encontrarme con un músico callejero que me toca el alma con su guitarra, envolviendo sonidos en el aire que elevan mi espíritu y hacen aflorar en mis manos el ritmo que corre por mis venas desde hace generaciones.

Es visitar la Almeda Vieja paseando junto a sus bancos y farolas, testigos permanentes de siglos pasados. Y pararme a contemplar el Alcázar emergiendo hacia el cielo, cuyos muros atesoran tantos episodios de guerras, enfrentamientos, valentía y coraje.

Es detenerme a mirar la campiña que aún se divisa tras la veleta más grande del mundo: la del Tío Pepe. Y ensimismarme contemplando la Catedral, que me sigue pareciendo preciosa, la mire por donde la mire.

Es ver, cada día, a la gente disfrutando la compañía de amigos y familiares en las variopintas terrazas que adornan el centro. Y sentir el latido de una ciudad que lucha por salir adelante una vez más, tras tantos contratiempos y dificultades.

Es enamorarme de una forma genuina de ver la vida, de sentir el arte, de vivir la solidaridad en cada acto cultural que se reinventa para seguir ayudando.

Es quedarme prendada de tantas casas y palacios que se asoman a sus calles más señeras. Y sentir la pena y la tristeza de ver cómo, todavía, quedan muchos edificios abandonados a merced de la huella que el tiempo ha dejado en sus piedras.

Es descubrir mil y una maneras de hacer cultura, de derrochar talento, de compartir los sentimientos que surgen en lo más profundo del alma de sus gentes. Es percibir una hechura de ser diferente, sencilla, generosa y acogedora, que abre los brazos a todo el que llega.

Es sentir su historia a cada paso y mi propia historia, hecha de jirones de nostalgia, en las calles y plazas en las que viví mis primeros años. Y ver más allá de sus calles y casas heridas por el abandono y la desidia, albergando la esperanza de que, algún día, recuperen la belleza con la que fueron creadas.

Es admirar sus iglesias históricas, muchas de ellas como única herencia de lo que, en otro tiempo, fueron mezquitas o grandes conventos.

Es alegrarme por esos cascos de bodega recuperados, algunos con el uso para el que fueron construidos y otros para ofrecer servicios más acordes con las necesidades de nuestra realidad social.

Es sorprenderme por cada casapuerta que se abre, mostrando la frescura de su patio lleno de macetas y recuerdos de otras épocas más prósperas. Y descubrir, cuando menos me lo espero, ese rincón tan particular que evoca tiempos pasados.

Es percibir que ya no hay tantas diferencias sociales entre sus pobladores y que son muchas más cosas las que nos unen que las que nos separan. Y comprender que sus gentes viven la ciudad, la disfrutan y mantienen sus tradiciones más profundas, pasándolas de padres a hijos.

Es oler el aroma del vino nuevo, entretenido en hacerse a sí mismo, cuando paso al lado de una bodega. Es recordar olores, sabores, comidas y costumbres que me transportan a mi niñez.

Es un regalo esperado durante años, un sueño que ahora estoy viviendo y que espero seguir disfrutando durante mucho tiempo.

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