Un viernes como hoy fue crucificado el Hijo de Dios. Un hecho que marcó la historia de la humanidad en un antes y un después. No es un día para pedir, sólo para estar en el Gólgota, estremecerse ante un Jesús descarnado, acompañar a la Virgen y llorar con Ella en silencio.

Jesús revistió su pasión de sentido. La cruz dejó de ser un instrumento de muerte para convertirse en un camino hacia la vida eterna. Pero recorrerlo no es tarea fácil. Implica transitar por senderos espinosos, avanzar con el viento en contra, lanzar las redes al mar y sacarlas vacías, sentir la derrota ante la fuerza de las tormentas, desgarrarse ante las pérdidas o soportar una enfermedad incurable.

Hay quienes claudican ante el dolor y al no encontrar respuestas a la medida del mundo se sumergen en la oscuridad de una finitud intrascendente. Pero Jesús nos pidió que le siguiéramos, que confiáramos en Él, que creyéramos que sigue caminando entre nosotros como hace más de dos mil años lo hizo en Israel. Gracias a la fe, podemos tocar el borde de su vestido, ungirle los pies con perfume de nardo puro y sentarnos a escuchar sus palabras.

Ir tras sus pasos supone un abandono total en Él, un aceptar que, aunque la razón lo esconda, lo que nos ocurre forma parte de un plan de amor que a veces nos puede parecer que se desvía por veredas torcidas. Pero Él sabe lo que hace.

Señor, hoy solo puedo estar a los pies de tu cruz cargando la mía, esa que tanto me pesa, que me hace caer y tragar la tierra que piso, que me hiere, que me asusta, que deja al descubierto mi debilidad. Pero aquí estoy, poniendo mis pies en cada una de tus huellas, mi perseverancia en cada una de tus enseñanzas y mi fe en cada uno de tus designios. Porque, así como fuiste clavado y alzado con tu cruz en el Calvario, te levantaste de la muerte, resucitaste y ascendiste al cielo. Por eso sé, sin dudarlo, que cuando me despojes de esta vida me darás otra, la eterna, donde al amparo de tu misericordia ocuparé el sitio que me tienes reservado.

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