Análisis

FRANCISCO GARCÍA-FIGUERAS MATEOS

Una huella indeleble

Allí estábamos, casi treinta años después, cinco antiguos compañeros de E.G.B. que habíamos movido cielo y tierra para volver a vernos. Recordando, compartiendo y festejando, durante una agradable noche de finales de agosto, una etapa tan importante repleta de imborrables vivencias.

En esa entretenida conmemoración estábamos, con la Torre-Campanario de la Catedral asomando tímida y elegante al bonito enclave de tan esperado reencuentro, cuando uno de ellos, Enrique, evocó aquel campamento en el Valle de los Perales haciendo que muchos recuerdos de aquellos días brotaran en mi memoria: la excursión al Viso del Marqués, la impresión al descubrir el cocodrilo que "reptaba" por una de las paredes del Museo Álvaro de Bazán, los riquísimos bollos suizos del desayuno, el desternillante sketch de los patitos de Clares y Colorado, las camisetas que pintamos con los animales que representaban a cada cabaña, las canciones de Juan Luis Guerra en el autobús…

También recordé el restaurante al que bajábamos para el desayuno y para la cena, en cuyo salón principal pudimos ver por televisión a una increíble selección danesa ganar la Eurocopa y al Atlético de Madrid proclamarse campeón de la Copa del Rey ante el Real Madrid en el mismísimo Santiago Bernabéu.

Una de esas noches, tras la cena, un grupo de chavales -Enrique y un servidor, entre ellos-, decidimos hacer tiempo lanzando piedras por encima de un alto y frondoso seto aledaño al restaurante. La mala suerte hizo que algunas cayeran en una casa cercana, provocando la ira totalmente justificada de los propietarios, un matrimonio que no dudó en presentarse en el restaurante para dar las quejas.

De vuelta en el campamento, los causantes del incidente fuimos citados en un merendero algo apartado. Cuando reparamos en que la persona que nos convocaba era Don Baltasar se nos cayeron los palos del sombrajo. Don Baltasar nunca nos había dado clases, pero su rostro curtido, su gesto serio y su tono de voz intimidaban a cualquiera. Era -y sigue siendo-, marido de la señorita Doña Carmen Muro, una mujer encantadora que fue nuestra inolvidable tutora en Preescolar. Fue ella quien me llevó en brazos hasta el módulo de Dirección para que avisaran a mis padres, cuando el primer día de colegio tropecé en el recreo y me hice una brecha bastante aparatosa. Hace unos nueve años, en una misa en Capuchinos, tal vez fuera la pequeña cicatriz que aún se adivina en mi ceja derecha la que ayudó a que Carmen me reconociera cuando estreché su mano para darle la paz, lo cual me produjo mucha alegría.

Volviendo a la "noche de autos" en el Valle de los Perales, la inquietud previa al comienzo de aquella especie de comité de crisis se fue disipando con la reposada intervención de Don Baltasar, que comenzó informándonos de las quejas recibidas, continuó escuchando nuestra versión de los hechos y posteriormente nos pidió una íntima reflexión sobre lo sucedido y una necesaria asunción de responsabilidades, que culminaríamos pidiendo una sincera disculpa a las personas afectadas. A medida que Don Baltasar hablaba, nuestra inquietud inicial tornaba en tranquilidad y en confianza, sobre todo cuando supimos que sería él quien encabezaría la comitiva de desagravio.

La noche siguiente, con la incertidumbre propia por ver cuál sería la reacción del matrimonio afectado, acudimos a la casa. Cuando nos abrieron la puerta y vieron que el grupo de chavales que les había causado un disgusto tan grande se estaba presentando allí para disculparse, ambos se emocionaron hasta las lágrimas, invitándonos a pasar para que tomáramos un refresco y charláramos amistosamente durante un rato.

Mientras recordaba aquella vivencia reflexioné sobre dos cuestiones. En primer lugar, que posiblemente tal situación fuera de las primeras veces que comprendimos la importancia de no juzgar a los demás en función de apariencias o falsas impresiones.

Después pensé en tantos niños y jóvenes que empiezan en estos días un nuevo curso. Sería estupendo que dentro de unos años, muchos de ellos vuelvan a encontrarse y a rememorar con emoción y agradecimiento su etapa escolar. Como hicimos nosotros durante una deliciosa velada del mes de agosto, evocando, desde nuestra querida Carmen Muro a Don Vicente Fernández, -nuestro tutor en el último curso-, a tantos docentes que nos dejaron una huella indeleble. Como Don Baltasar, el profesor al que prejuzgamos -fruto de nuestra infantil impresionabilidad-, y que en aquellos días de junio del 92 nos mostró, con paciencia y muchísimo cariño, un hermoso itinerario hacia la reconciliación con los demás y con nosotros mismos.

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