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La llegada del siglo XIX supuso el declive para el convento de los trinitarios. Hechos tan desafortunados para el cenobio como la invasión francesa o la Desamortización de Mendizábal, paradójicamente, fueron beneficiosos para nuestro conocimiento de la decoración barroca de su iglesia gracias a que generaron sendos inventarios que permiten hacernos una idea de la profusión de retablos, pinturas y esculturas que llenaba su interior aún en 1810 y 1835, fechas respectivas de dichas descripciones. Frente a la sobriedad de la portada, fuera, o la sencillez en la articulación de muros y bóvedas, dentro, sorprende la existencia de doce altares, sin contar el gran retablo mayor que presidía el espacio.

Así, se sucedían en los laterales los retablos de la Virgen de la Oliva, Sagrario, Cristo de la Humildad y Paciencia, San Simón de Rojas, Virgen de las Nieves, San Rafael, San Judas, San Félix de Valois, Virgen de la Amargura y San Juan de Mata, además del retablito de reliquias y el altar pintado en la pared de Santa Laura que se situaban a cada lado en el presbiterio.

Obras, la mayoría, creadas con motivo de la reedificación del templo en el XVIII y en las que están confirmadas las autorías de retablistas como Francisco López y Agustín de Medina o escultores como Diego Roldán. Junto a la intricada talla dorada, de la que nos quedan como único testimonio los restos conservados en el actual retablo del altar mayor, hallaríamos pinturas murales que aportarían exuberancia y aparente complejidad a la simplicidad arquitectónica del edificio. Las que vemos en las bóvedas con santos y mártires de la orden trinitaria, entre otros temas, nos permiten vislumbrar una parte de esta ornamentación.

Casi todo ello fue perdiéndose, por el deterioro del tiempo y el poco aprecio hacia lo barroco, desde finales del propio siglo XIX.

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