Llega el verano y, con las calores, parece justificado desprenderse de cualquier ropaje. No hacen falta grandes meteorólogos, porque ya nos describió don Pedro Muñoz Seca los cuatro niveles de temperatura veraniega que pueden existir: "El caló, la caló, los calores y las calores". En este último nivel es recomendable, -según el dramaturgo portuense-, quitarse hasta el pellejo.

Muchas mujeres, que todavía se encargan del atuendo de sus esposos, se empeñan en ponerlos "fresquitos" y los echan a la calle disfrazados con andalias, bermudas y camiseta de tirantas. El atuendo deja al descubierto sus escuálidas canillas y buena parte de lo que está mejor tapado. No está claro si el comportamiento femenino obedece a un acto de condescendencia estival o de venganza contra el 'heteropatriarcado'.

Pero si hay algo que ha hecho verdadero daño a la ética y la estética desde mediados del siglo XX es la incorporación de la fibra de licra a los tejidos. Gracias a la ruta de la seda, Europa pudo conocer las ricas telas provenientes de Asia. Telas compuestas por fibras naturales, bien de origen animal, como la seda o la lana, o de origen vegetal, como el algodón, el cáñamo o el lino.

Hoy el uso de la licra o "lycra", que es su marca registrada, se ha generalizado en prendas deportivas, pero ha dado el salto al atuendo ordinario y el resultado es, precisamente, de lo más ordinario. La licra actúa como un empellejamiento, como una segunda piel. Y, funcionando como un muelle elástico, delata lo que envuelve. A veces recubre a la Venus de Milo y el resultado es placentero a la vista. En otras ocasiones, envuelve a la Venus de Willendorf y apreciamos cada accidente en su epidermis, cada pliegue y repliegue de su desmesura. Un atentado al buen gusto. Esta licra es lacra.

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