El Tribunal Superior de Justicia de Galicia ratificó hace unos días en una sentencia, que llamar maleducados, incompetentes o inútiles a los directivos de una empresa es motivo de despido. No debería de extrañar a nadie ni sería a priori noticioso si no fuera por la siempre compleja demarcación de la libertad de expresión.

El insulto, la grosería y la mala educación no deben ser nunca recompensadas, la profiera un trabajador o venga del empresario. En esta sociedad del casi todo vale porque mi libertad es lo primero, hemos normalizado las malas formas porque nos hemos creído a pie juntillas que tenemos derechos ilimitados, que estaban ahí para nosotros, grabados a fuego como las Tablas de la Ley, sujetadas -porque tú lo vales- por el mismísimo Moisés.

Esta falta de decoro permanente está en todas partes, en la televisión en forma de programas infumables con dudosos personajillos elevados a la categoría de 'celebrytis' que son los nuevos modelos de una juventud necesitada de otros referentes; en las redes, donde el individuo más irrelevante profiere insultos o vomita opiniones que a nadie interesan como si estuviera en el ágora, afirmando memeces de asuntos que ni sabe ni entiende; en la política -que todo lo invade-, en la que desacreditar al adversario justifica casi cualquier comportamiento.

La libertad no consiste en hacer lo que yo quiera, eso es de necios, sino en hacer lo que debo. Y lo que debe cualquier persona con un mínimo de educación es dar las gracias las veces que sean necesarias, ceder el paso y el asiento del transporte público si es el caso, guardar las formas y el decoro en todo momento, da igual donde estemos, no interrumpir al que habla, esperar paciente la cola sin buscar subterfugios y no creerse superior a nadie. Libertad es responsabilidad. Si aprendemos esto, el resto es pan comido.

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