En tránsito
Eduardo Jordá
Lluvias
Gafas de cerca
Una vez, o dos, rompí un termómetro al conectar su punta de metal contra la bombilla de un flexo. Me había propasado en el deseo de demostrar a mi madre que yo tenía fiebre y que no podía ir al colegio. Engañar a una madre es más que difícil en las cosas diarias. En otras, liosas para ellas, ya de mayores y lamentablemente, sí puedes: serán en ese caso indulgentes, no otra cosa. Ahora sabes bien que, poderosas y reventando de amor, sí se hacían las locas cuando ellas nos criaban (“hacerse el loco” es rasgo de sabiduría en español; o bien de cobardía: no suele ser éste el caso). Cuando eso pasó alguna que otra vez, ella, que bien puede que quisiera estar acompañada durante la mañana y no temía por mi responsabilidad colegial, me daba la venia.
Tal pereza mentirosa daba paso, al rato, a la infantil añoranza de las sesiones de fútbol de mediopensionista en un colegio en medio de trigales; a las 11:30 y hasta las 12:00, bocadillo en mano; o entre las 14:00 y las 15:30, tras devorar en el comedor con la rapidez de un pollo. En esos días de permiso, al romper el termómetro –gran fracaso de la trampa–, era puro encantamiento hacer rodar en cualquier plano fijo la bola flexible pero compacta de mercurio que salía de la barra rota que chivaba tu salud en la escala de temperatura.
Otros días, tres grados extra de fiebre eran una paliza. Quizá hinchaban tus amígdalas y te transportaban a un limbo; o ese fue el caso de un niño que creció aceleradamente a finales de cada Navidad. Pero eso le sucedía en vacaciones, y no cuando, granuja de medio pelo, hacía de aprendiz de trajinante al sonar un despertador que hacía, de la litera, un paraíso privado. Ahora, en este ataque de un clima inclemente, excesivo –que niegue cada uno lo que desee–, seis grados celsius arriba de calor son garantía de penosidad para la tierra y sus triviales habitantes, humanos. Los mayores y los tocados de salud suelen irse en invierno y en verano.
Parece que desde hoy bajarán las temperaturas, y eso posibilitará un buen sueño durante demasiados días mortificado, de sábanas mojadas y de psicodélicas pesadillas que dramatizan tu cotidianidad, hecha extrañas papillas con todo tu pasado. Vamos a dormir a 21 grados. Gloriosamente, y sin el mando del aire acondicionado a mano, que no lee tus altas y bajas en un infierno de chicharras –¿dónde han ido a cantar los grillos?–, dormiremos plácidos. Seamos creyentes en que este clima no es normal, o en que esto ha sido así de toda la vida.
Supe con Pablo, hace un océano de veranos y por un prefacio de una colección de relatos de Borges, una frase de Hamlet, y hoy querré ser barca submarina de nogal. Se lo ruego a la mercurial esfera acerada y del todo ajena a la solidez, a la vida: “Oh, Señor, podría estar encerrado en una nuez y creerme rey del espacio infinito. Si no fuera por las pesadillas que tengo”. Una semanita, por caridad. No nos quedan muchas vacaciones, y al menos no tendré la tentación de mentir a nadie sobre que, esto, no hay quien lo soporte. Ya, a ella, no puedo ni mentirle.
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