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Tiene que llover

Antonio Reyes

Animalario

se conmemora hoy el Día Mundial de los Derechos Humanos. Corría el 10 de diciembre de 1948 cuando la Asamblea General de la ONU aprobó un manifiesto o declaración, e invitó a todos los países miembros a celebrar este día como la mejor expresión de que el respeto a los derechos humanos y a la dignidad de la persona humana "son los fundamentos para la libertad, la justicia y la paz en el mundo".

Hacía solo tres años que había terminado la II Guerra Mundial. Tres años desde que las potencias vencedoras acordaron en la Conferencia de San Francisco la creación de la ONU como medio para la cooperación internacional y para mantener la paz y la seguridad en el mundo. Con ello se pretendía dar por cerrada la mayor masacre que había sufrido la humanidad en toda su Historia.

Los deseos de evitar nuevas barbaries, de progresar, desde criterios de paz, justicia y libertad, en definitiva, de alcanzar la senda en la que la Humanidad pudiera avanzar por caminos de sensibilidad, de humanidad, pronto fueron dejando paso a la lucha entre potencias, la Guerra Fría, y a la aún más fría ausencia universal de equidad social y económica entre personas y países. Así, la recuperación del humanismo, es decir, del sentido de que el progreso en la historia ha de tener como único referente al ser humano, volvía de nuevo a hundirse en el lodo de la miseria y el olvido. Por ello, hoy, sesenta y cinco años después, aquella Declaración universal cargada de buenas intenciones no ha dejado, precisamente, de ser solo eso: un manifiesto bondadoso ajeno a la realidad por la que discurren los derechos humanos en el mundo. Porque no hay posibilidad de escenificar unos derechos básicos sin que se cumplan una mínimas condiciones de dignidad. ¿Cómo podemos hablar de derechos humanos cuando casi la mitad de la población mundial vive bajo el umbral de la pobreza? ¿Cómo podemos hablar de que todos los seres humanos, sin distinción de ningún tipo, son iguales cuando un 20% detenta más del 90% de la riqueza del mundo? ¿Y qué decir del acceso a la educación, de la desnutrición, del analfabetismo, de la falta de instalaciones sanitarias o de la violación de derechos y libertades que se sigue produciendo en muchos lugares del mundo?

Ante ello, como me recordaba el otro día un amigo, tal vez debiéramos proponer ahora la aprobación de la Declaración Universal de los Deberes Humanos, una especie de antídoto, de revulsivo contra la autoexoneración en la que actualmente vivimos. "Yo no he sido", "no yo soy culpable", "eso nada tiene que ver conmigo". Ninguno somos responsables, ninguno somos capaces de asumir nuestra pequeña parte de responsabilidad en la locura de mundo en que vivimos. O aceptamos, individual y colectivamente, el reto de mejorar las condiciones esenciales que nos identifican como seres humanos o seguiremos siendo meros animales salvajes, depredadores en un mundo cada vez más inhumano, cada vez más parecido a un animalario.

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