Así que llegan los calores del Ferragosto -que alude a fiesta ("Feriae Augusti") y no a hierro o a calor como se cree por esos pagos de Dios-, a muchos andaluces, pero muy lejos de ser a todos, nos viene a la memoria el asesinato de Blas Infante en las afueras de Sevilla, cuando hacía poco que había cumplido los cincuenta y un años; tenía cuatro hijos de corta edad. Es un sentimiento semejante el que nos llega al empezar diciembre, recordando a García Caparrós, muerto de modo circunstancial en la histórica manifestación masiva reivindicativa de la autonomía plena para Andalucía, que tuvo lugar en 1977. Debemos, desde luego, conocer nuestra historia, pero sería mejor que lo hiciéramos tomando como referencia la vida y no la muerte. Es una fuente de inspiración y de riqueza la vida de los que nos han aportado dignidad, saberes, bienestar y riqueza.
Blas Infante, el padre de la patria andaluza; es decir, la personificación de nuestros afanes identitarios; fue un hombre bueno al que persiguió el infortunio en una sociedad abandonada por sus gobernantes y carente de los más elementales instrumentos para garantizar la convivencia en paz. Su radicación en Sevilla le salvó de ser asesinado en Casares, en el genocidio perpetrado en el otoño de 1936 contra la gran mayoría de su familia más próxima y otros muchos casareños, por las llamadas "hordas marxistas", en plena degradación de la "normalidad" republicana. Pero no pudo evitar ser víctima de la venganza de unos falangistas que se la tenían guardada desde que el joven notario tuvo la osadía de frecuentar la compañía de la que sería su mujer, Angustias García Parias, miembro de una familia de la alta burguesía sevillana. Ella misma acusa por escrito a su primo Pedro Parias, sobrino del gobernador de Sevilla del mismo nombre, de ser el causante del asesinato. La gran tragedia de la España desgarrada por el desgobierno y el sectarismo, de los años treinta parecía haber querido reflejar en el propio Infante la síntesis de su inmensa desdicha; del espeluznante fracaso de la clase política y de la sociedad enferma de aquel tiempo.
Debiéramos celebrar la voluntad de un andaluz, de no permitir que su tierra quedara postergada y también su empeño en dignificar a los trabajadores de nuestros campos. Como debiéramos también proteger nuestras cosas y reivindicar el espíritu del 4 de diciembre para no ser menos, ni más, que el resto de los españoles.
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