Dice una amiga mía que su padre, cuando el pan se le caía al suelo, lo recogía, lo sacudía y lo besaba. Yo no recuerdo haber visto a mi padre hacer eso, pero sí recuerdo que el pan era para él algo que valoraba extremadamente a pesar de ser un alimento habitual y sencillo. El padre de mi amiga y mi padre -y seguramente también el padre de quien está leyendo estas palabras- venían de una época en la que incluso lo más esencial había escaseado y, quizás por eso, nada se había despilfarrado. Incluso cuando ya su nivel de vida había mejorado y podían permitirse ciertos lujos, muchos de nuestros padres y madres siguieron manteniendo una especie de cultura de la austeridad y de la valoración que, probablemente, muchos de nosotros ya hemos perdido y difícilmente podremos recuperar. Así nos va en esta sociedad de la abundancia y el capricho.

Yo lo recuerdo. Recuerdo que no se compraban las cosas hasta que el dinero ya se había ahorrado en su mayor parte y que solo se admitían las "letras" que desahogadamente se podían pagar; recuerdo que los excesos gastronómicos se reservaban para las navidades, los cumpleaños y las fiestas de guardar y que, entonces, todo sabía mucho mejor; recuerdo que toda la ropa de mis hermanas y mía cabía en un armario de dos puertas y que los calcetines se zurcían con una especie de huevo de madera que mi abuela manejaba con habilidad de maestra; recuerdo que ninguna cosa se tiraba sin haber intentado antes arreglarla o aprovecharla para otro uso. También recuerdo que la tele solo se ponía cuando alguien la estaba viendo y que las luces se apagaban cada vez que se salía de una habitación. Mi madre insistía en que los grifos había que cerrarlos mientras nos lavábamos los dientes y en que los libros y los juguetes había que cuidarlos para que nos duraran. En la cocina, todo se aprovechaba: se hacían croquetas y frituras con las sobras y cualquier resto se metía en tomate. En invierno, la catalítica solo se encendía si el brasero no daba para más y, en verano, mientras hubiera corriente del patio a los postigos, ni se nos ocurría poner en marcha el ventilador. Pensarán algunos que esta fue una infancia infame, llena de estrecheces y con falta rotunda de libertad, pero yo, en cambio, la recuerdo como una infancia muy feliz, convertida en sí misma en una escuela de educación pública y de civismo.

Porque, aunque ahora nos agote hasta la extenuación que a todo se le cuelgue una etiqueta ideológica y parezca que cada acto, cada pensamiento, cada gesto tienen forzosamente que adscribirnos a la derecha o a la izquierda, yo sigo pensando que evitar el despilfarro, valorar y preservar lo que tenemos, cuidar del mundo que nos rodea y de nosotros mismos o saber acomodarse a las circunstancias no es una cuestión de ideología o de política, sino, por encima de cualquier uso partidista, una cuestión de responsabilidad, coherencia, educación y civismo. Quizás deberíamos plantearnos volver a besar el pan.

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