¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Carmen Laffón, la Andalucía que queremos

Verla pasear con sus perros, por entre las viñas y los frutales, de su huerto de La Caridad era un goce ético y estético

Hay una razón que explica por qué una ligera gasa negra cubrió ayer Sevilla al conocer la muerte de Carmen Laffón: la pintora representaba lo mejor de una ciudad que, a veces, puede resultar odiosa y ridícula, pero que también es capaz de dar frutos de una belleza y una sensibilidad extrema. No sé -nadie lo sabe- si la obra de Carmen Laffón perdurará en el tiempo. La posteridad tiene caprichos que los mortales desconocemos. Pero sí sé que, mientras siga existiendo alguien que haya tenido el privilegio de tratarla alguna vez, siempre guardará en su corazón un aliento de afecto hacia esta mujer que supo mostrarnos como nadie lo hermoso que es el mundo.

Carmen Laffón tenía algo de vestal sonriente y tímida, de personaje venerable cuya presencia generaba una atmósfera de amabilidad y dignidad. Representaba todo lo contrario de ese arte ,tan en boga desde el urinario de Duchamp, que considera virtudes la provocación, el feísmo y la estridencia. Laffón no tenía discurso, era una persona silenciosa, alejada de toda verborrea pseudointelectual. Cuando comentaba sus obras lo hacía con la modestia y el vocabulario de un artesano, deteniéndose en las cuestiones técnicas o en el pequeño anecdotario que las envolvía. Pintaba como vivía, con gusto, discreción y buena educación. Eso es lo que hace que su obra, como la de Murillo, pueda ser admirada tanto por un jornalero como por un fino crítico, como fue su gran amigo Juan Bosco Díaz-Urmeneta. Muy pocos artistas llegan tan alto.

Muchos lo escribirán hoy: el hecho de que haya muerto en La Jara, en esa cahizada bucólica que es La Caridad, en la que compartió vecindad con Maruja Barbadillo y Alberto González Troyano, no deja de ser un último -aunque involuntario- homenaje a un paisaje que amó de una manera muy especial, en el que flotaban las almas de sus padres y su maestro, y en el que ahora siempre estará presente su grácil memoria. Será difícil volver a mirar al estuario del Guadalquivir sin que se cuelen por entre los recovecos de las neuronas sus caliginosos paisajes del Coto, sus salinas como montañas albinas, sus espuertas rebosando de uva nueva. Verla pasear con sus perros, por entre las viñas y los frutales de su huerto, era un goce ético y estético, una estampa que nos mostraba la Andalucía que más queremos: fina y popular a un mismo tiempo, silenciosa y honda, discretamente elegante… bonita.

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