Aunque frenado este año por las actuales circunstancias, el auge del denominado "turismo funerario" ha llevado a algunas ciudades y pueblos con camposantos de especial singularidad o valor patrimonial a promover su apertura para visitas culturales o turísticas. Lo que en principio pudiera parecer un actividad de ocio algo irreverente no deja de ser una vía más para el conocimiento de la historia de una localidad. En Jerez perdimos en gran parte esa oportunidad con la desaparición del Cementerio de Santo Domingo. De seguir existiendo, sería un lugar clave para adentrarnos en el relevante periodo decimonónico jerezano. Al respecto, resulta de nuevo recomendable la lectura del libro "Apuntes para el Urbanismo en Jerez durante el siglo XIX" de Jesús Caballero Ragel, del que ya hablé aquí hace unos meses.

El autor nos informa de que, pese a las prohibiciones ilustradas de finales del XVIII, los enterramientos dentro o entorno a las iglesias pervivieron hasta bien entrado el siglo siguiente, salvo en tiempos de epidemias, que motivaron la creación de sucesivos cementerios a las afueras del núcleo urbano. Uno de ellos fue el que nos ocupa, cuyos orígenes se retrotraen al año 1800, aunque no será hasta 1834 cuando se convierta de manera definitiva en Cementerio General. En 1842 se construye su capilla, de estilo neogótico, y en las siguientes décadas se producirán diferentes ampliaciones. Las más ricas familias levantaron lujosos mausoleos, de los que nos quedan interesantes proyectos conservados en el Archivo Municipal. Sin embargo, ya desde finales del XIX empieza a plantearse la búsqueda de una nueva ubicación. Activo hasta 1957, terminó derribado en los ochenta. Como denuncia Caballero, esto conllevó una destrucción "irreparable de arte funerario decimonónico de gran valor artístico, que se perdió para siempre".

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